En la sala a oscuras se enciende la pantalla de plata y nos cautiva de inmediato. La precisa armonía de danza, canto y música nos envuelve con un abrazo sensual y narcótico. Relaja e inquieta a la vez. No queremos renunciar al goce estético de aquel despliegue maravilloso, ni se nos escapa la corriente subterránea de renovación crítica que lo anima.
Entramos al cine arrastrando en la memoria, inevitablemente, los fogonazos en Bagdad y la espiral de abusos y mentiras que vincula tiranos y estafadores, terrorismo y guerra. En la butaca, a bordo de Chicago, nos alivia el inefable placer que establece la belleza como un punto de vista sobre el mundo; mirada que escucha, testimonio y catarsis. Y descubrimos con alegría que el filme ni es frívolo ni es reaccionario, como se ha dicho. Merecido ganador del Oscar a la mejor obra, en un año de buena cosecha, suma a la brillante historia del género musical, ese cuyo ritmo es condicionado por la música, que proviene del teatro y es tan propiamente estadounidense. Como en 1961 con Amor sin barreras, el género revive ahora con esta propuesta agridulce, farsa mordaz y, síntesis demoledora.
Si un Oscar de los seis mereció Chicago fue el del montaje. Cada espacio, esmeradamente planificado, alberga una historia contada musicalmente con absoluta destreza. Es mucho más que movimiento sincronizado; la cámara, ubicua, es un demiurgo que crea mundos: principalmente dos paralelos, la mujer que se derrumba desde la cúspide, y la que trepa hacia ésta.Subraya, además, en su mejor coreografía, las raíces discriminatorias de los homicidios pasionales. Los verdaderos crímenes de las protagonistas, legítima defensa emocional en ambos casos -dice-, no son los asesinatos. Ya lo advirtió con su habitual ingenio Víctor Flury: el crimen esencial es la ausencia de amor, tanto en sus vidas, como en su mundo (¿acaso ese retrato de la ciudad de los vientos en el año de la Depresión no describe también el frenesí de nuestros días?); ese orden corrupto basado en el derecho y la prensa retorcidos, que el filme desviste con ironía. Bajo el rostro pícaro y dulzón del abogado que manipula la prensa vemos los obscenos harapos de la injusticia.
Las actrices, prisioneras de su egoísmo, se agitan en vano refocilándose en los desiertos de la fama y la riqueza, sin intuir casi la vida que se les marchita y escapa.
Este circo del cabaré, caricatura del combate mundano, viste máscaras de muerte. La terrible paradoja es la conciencia de que tras el maquillaje aparece la Dama de Blanco, como en el circo de Fellini o en All That Jazz (Todo ese jaleo -circo-) de Bob Fosse, la historia de un hombre que se permitió a sí mismo ser adorado pero no amado.
«La realidad del hombre actual es tan absurda, injusta y asfixiante, que para poder sobrevivir a ella, no ha encontrado más solución que neutralizarla, convertirla en total irrealidad.» sentenció hace treinta años Margarita Lobo en Reseña, a propósito de Cabaret, del mismo Fosse, autor original de Chicago.
Primerizo del cine pero experto galardonado el director Rob Marshall, veterano habilísmo el productor Martin Richards, e incisivo narrador el guionista Bill Condon (Dioses y monstruos), junto a los notables intérpretes (especialmente Catherine Zeta-Jones) nos atrapan con su éxtasis del ritmo -la cultura hecha naturaleza por extraño que parezca- y la descarnada revelación de la cárcel del éxito exterior.