Crítica de cine: “El amante”

Un relato bien hilvanado, noble melodrama, que se yergue con esmero y audacia, traza los perfiles de una familia de abolengo y sus allegados

Un relato bien hilvanado, noble melodrama, que se yergue con esmero y audacia, traza los perfiles de una familia de abolengo y sus allegados (incluida la servidumbre, y en esta, la criada que enarbola un afecto sincero). Revela los entresijos de la estructura de poder y cómo esta se desmorona. Esto es arte cinematográfico; logra una comunión exquisita entre el vuelo estético, la exploración sicológica y el fundamento social.

Durante décadas, he criticado la estulticia que se nos impone, cada vez más –vaya decepción-, en pantalla y por doquier; “un mundo feliz” obsceno, envuelto en las ilusiones del éxito y su yunta maléfica, fama y riqueza. Precisamente, “Misión imposible IV”, técnicamente bien ejecutada, me resultó insoportable por su vacuidad y su contenido reaccionario, cobardemente velado. La vi casi como un insulto a la inteligencia del espectador, y repudié su desprecio a los graves conflictos del mundo. Por eso, aplaudo las películas que nos dicen algo que sí importa y no confunden la belleza con la pirotecnia; propuestas hechas al margen de las correntadas que chorrean los mercaderes del espectáculo.

El drama que recomiendo se titula “Yo soy el amor”, tontamente traducido como “El amante”. Gracias al empresario Luis Carcheri, enamorado del buen cine, la gozamos previo al estreno, y prometo que volveré a verla, pues sin ser perfecta, es una lección magistral de arte y de vida.

 

Su realizador, Luca Guadagnino, oriundo de Palermo, cuenta con amplia experiencia, aunque pocos largos. Con este, sube a Milán y ambienta su crítica en el seno de una familia tradicional de industriales del textil, que ante la inminente muerte del patriarca –cuyo cumpleaños sirve para presentarnos el rígido orden y la gélida prestancia del grupo- procura mantener las apariencias, corroída por las pasiones subterráneas que agitan a sus miembros. La referencia a Visconti es inevitable y de admirar, así como su imbricación en la corriente crítica italiana.

Tilda Swinton es una notable y peculiar actriz escocesa que en “Michael Clayton” sucumbe ante este en una de las mejores escenas que haya disfrutado (el papel le mereció un Óscar). Conocida por la singular “Orlando” y “Las crónicas de Narnia”, es una intérprete de talento (como Meryl Streep) y no un paquete publicitario. Con Luca, ya había interpretado “Melissa” y ahora es, además, coproductora.

Su marido en el filme la “adquirió” en Rusia y la acomodó en ese núcleo tan elegante como opresivo. Él es visto, apropiadamente, como una figura distante y mediocre, pero eficiente. Al final, hace su gesto definitorio en el lugar preciso. Uno de los hijos varones lo reproduce sin aspavientos y el otro, Edoardo Gabbriellini, disimula sentimientos inconfesables (finamente sugeridos) y una inquietud social inaceptable para ese medio. Parece gozar de privilegios y logros como ninguno, pero más bien los padece, pues es quien mejor comprende el vacío que lo devora y al que no encuentra salida. La hija, por su parte, escapa a Londres en procura del arte y la libertad, que halla en brazos del amor prohibido. Como en “Melancolía”, los objetos preciosos se vuelven protagonistas (aunque la de von Trier nos avienta un tufillo artificial, como su apellido).

El filme contrapone la piedra gris y la nieva blanquecina que definen la mansión, al verdor y el brillo multicolor de las afueras de San Remo, donde habita un joven chef, el amigo íntimo de Edoardo que, con su natural arraigo a la tierra y al deleite, despertará de su sueño estupefaciente a la madre, con la misma juguetona inocencia que ya había tentado al joven, cual ángel de “Teorema”. Es tan hermosa como notable la forma en que el erotismo resuelto se engalana con el barroco de las plantas y el brío de los insectos. El alimento, elevado al rango de lo sublime y lo concreto a la vez (como en “Comer, beber, hombre, mujer”), es camino, atajo y signo romántico en ese laberinto de placeres flagelados por los intereses del capital.

La magnífica música de John Adams es crucial, especialmente en el estupendo y novedoso final. La acción dramática se desarrolla sabiamente mediante la riqueza íntima de cada plano y su sagaz edición. Filme profundo y vigoroso que derriba centenarias convenciones y se abre, con la febril y sonriente esperanza de su protagonista, a un brillante cielo de libertades.

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