Filme complejo, denso, moroso, irregular quizá, a veces muy bello, que a fin de cuentas logra imágenes perdurables y textos inquietantes.
Entre dos mujeres, dos varones y una niña, principalmente, discurre esta espiral de historias a medio camino entre realidad y fantasía. Los personajes navegan en una tierra intermedia, o más bien en unas aguas misteriosas, donde la situación de cada uno está tejida en una sola madeja de actos y anhelos, sueños y temores, deseos y recuerdos. El espacio trasciende las fronteras de lo cotidiano y el tiempo se enrosca y da vueltas sobre sí mismo, oscilando entre el destino y la voluntad.
Lucía, el nombre propio que incluye el título, le otorga una familiaridad al espectador que por ficticia no es menos eficaz. La energía y belleza de la actriz Paz Vega que la interpreta la hacen real y cautivante. El sexo, ya desde el inicio, no deja ninguna duda sobre la fuerza que impulsa a los personajes. Freud los observaría socarronamente.
El posmodernismo ha dejado atrás como trastos inútiles muchos tabúes, rituales y otras restricciones. Es un hecho que en buena parte de las grandes urbes occidentales, como Madrid, el sexo es algo corriente que se vive con crudeza y facilidad. Lo que hace años fue escándalo con Nagisa Oshima, ya es historia. Y «El último tango en París» de Bertolucci se ha vuelto pieza de museo.
Mas ese acople de los cuerpos y esa atención al regodeo físico -que ya algún cine europeo no disimula- subraya aún más las soledades que subyacen; la comunicación fragmentada y dispersa que prima, y el vacío en que se debaten tantos rostros perdidos en la marea humana.
Ya el relato francés «Intimidad», también exhibido en la Garbo, mostraba la riqueza y pobreza de una pareja unida sólo por su empeño en follar. Es signo de nuestro tiempo una liberación de la libido que no alza vuelo para convertirse en amor. Ya lo expresó genialmente Cyril Collard en su única y póstuma película «Noches salvajes».
Julio Médem, el realizador de «Lucía…» -que nos visitó para la X Muestra- es un autodidacta español que con un puñado de obras se ha convertido en figura de culto; «Los amantes del círculo polar» lo consagró entre los cinéfilos. Ya en «Tierra» nos muestra su habilidad poética y narrativa para crear mundos propios, atmósferas de sentimientos y ambientes mágicos.
En «Lucía…», además del erotismo que se interroga a sí mismo a partir del orgasmo consumado y no como otrora en el deseo casi siempre pospuesto de una intimidad reprimida, Médem explora el universo creativo mediante un escritor cuya experiencia se confunde con sus páginas. Y se asoma provocativamente al amor paternal en un contexto de ausencias, culpas y ensoñaciones.
La obra no se realizó en 35 milímetros y de alguna forma esto determina una estética que está muy en boga, como en las mexicanas «Amores perros», «Tiempo real» y «Ciudades oscuras». Funcional, más barata, esta estética tan útil para expresar la violencia, no termina de convencerme.