El encanto del erizo

Quizá el asombroso talento de su protagonista o el inusual encuentro de los tres personajes principales parpadeen en el límite de lo verosímil, pero

¡Qué diferente y qué estimulante esta joya del pensamiento crítico! Frente a la banalidad que envenena los cauces del negocio del espectáculo, esta película de Mona Achache se atreve a reflexionar sobre el dilema de existencia/esencia con notable rigor intelectual y depurada visión estética.

Quizá el asombroso talento de su protagonista o el inusual encuentro de los tres personajes principales parpadeen en el límite de lo verosímil, pero no por eso son falsos.

Y, además, son mucho más creíbles, como anécdota, y mejor aún, como metáfora, que las usuales y anodinas correrías de los héroes, ya no de cartón sino digitales (como “Salt”), con que masturban al espectador para encubrir el vacío existencial que lo atormenta.

Es evidente el origen del filme en una novela de aliento filosófico (Muriel Barbery), ya que abiertamente trasciende a una dimensión casi olvidada en el entretenimiento que nos corroe. Para mí fue una delicia disfrutar su densidad conceptual, como si volviera a conversar con maestros como R. Murillo o C. Láscaris.

La genialidad del filme consiste en que, sin perder altura, aterriza en los personas y en los objetos, con una pulcra y elaborada puesta en escena (tan precisa que la asocio con Greenaway), con interpretaciones eficaces (Josiana Balasko es descomunal en todo sentido), donde cada cosa, gesto y palabra son válidos por sí mismos, mas conllevan una miríada de implicaciones adicionales.  

Una chica en el terreno incierto del inicio de la pubertad descubre a la sociedad como cárcel; en particular a su pequeño mundo burgués (como en “Teorema”). Presume que es imposible salir de lo que llama “la pecera” (estupenda metáfora, por el agua primigenia, por la transparencia engañosa, por la geometría del círculo perfecto), por lo que opta, muy conscientemente, por el suicidio, el cual planea con cuidado. Como Charlot (”Tiempos Modernos”), ella es una pieza que no encaja, en un mundo que sigue rodando, a tropezones eso sí, pero como si nada (como en “El día que murieron los peces”). Luego el pez, resucitado fuera de su encierro, halla el hogar propicio entre el azar y la necesidad.

Sin embargo, ella no renuncia a ser testigo hasta la fecha elegida –desprecia el azar y se adueña de su destino-, por lo que registra en vídeo (con la misma tenacidad del adolescente de “Adoración”) ese mundo glamoroso que oculta, a flor de piel, su insoportable podredumbre (me recordó tanto “La náusea” como “El ángel exterminador”). Sin embargo, descubre que hay disidentes que construyen refugios en el corazón mismo del oprobio. Ocasión para que el filme desate maravillosos homenajes al sétimo arte y a la literatura; a la libertad que vuela de la imaginación.

Asimismo, la urdimbre de afectos encontrados es una reverencia a la sabiduría japonesa. La amistad imposible de una niña tan adinerada como frustrada, del generoso y refinado inquilino viudo y de la conserje obesa y discreta, se hace posible en la fragua de inteligencias despiertas que se reconocen hermanas, pese a las enormes diferencias aparentes. Demuestra el filme que para amar, solo hace falta amar. Y que todo no es lo que parece. Y que basta un instante, de amor, eso sí, para darle pleno sentido a esa existencia que tantos arrastran por años, inútil, entre dos nadas.

Esta asombrosa película (que nos recuerda la voluntad de conocer en Platón) es un ágape en una sociedad hambrienta de significados, sociedad que es un menjunje de mercancías –incluidos los seres humanos-, que divaga como una línea constante de superficialidades que están conduciendo a su autodestrucción, como bien lo ilustra, precisamente, el corto “El hambre”.
Tratar de explicar este filme es como describir el aleph de Borges. Por eso, apenas si puedo dar a entender que es un viaje exquisito e interminable por los confines de nuestra condición humana.

El Tour de Cine Francés que la diplomacia de ese país lleva por el istmo es una breve y fugaz pero significativa muestra de la siempre portentosa creación audiovisual de un país que desde Lumière y Mèlies, ha sido venero inagotable de notables relatos y poéticas fílmicas.

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