Manuel López, librero y dueño de El Erial, muestra parte de lo que es hoy su librería de usados.
Tengo en mis manos un ejemplar de la revista Life en español del 14 de marzo de 1966, que anuncia en su portada la quinta entrega de un reportaje que analiza, mil días después, la crisis de los misiles de 1962 entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que estuvo a punto de desatar una colosal guerra nuclear.
Esa es una de las sorpresas con las que me he topado luego de media hora de estar en la librería El Erial, y después de preguntarle a su propietario, el exprofesor Manuel López, por las joyas que alguien podría encontrarse en este recinto del libro usado.
El Erial fue la primera librería de libros usados en Costa Rica, fundada en 1943 por Carlos María Valverde, en respuesta a la necesidad de que el libro circulara en tiempos escasos, en los que el ingreso de nuevos volúmenes era muy difícil por los impactos que producía la Segunda Guerra Mundial que devastaba a Europa.
Hace un mes, El Erial, que estuvo frente a la Escuela España durante 70 años, se mudó a una casa centenaria y amplia, ubicada 50 metros al sur de la iglesia de La Soledad.
Al poco rato de estar en la librería, se percibe allí un ambiente acogedor; no en vano El Erial es una librería situada en una casa que guarda esos aires de aquel San José cuya arquitectura atraía y enamoraba, porque huía del cemento excesivo y privilegiaba la madera.
La nueva sede es una casa de influencia victoriana en su exterior y con techos altos que transmiten confortabilidad.
El Erial, al cumplir en este 2013 sus primeros 70 años, aspira a ser un lugar de encuentro, con una salita para que los clientes lean y disfruten, y sus textos están perfectamente ordenados según diversas categorías, desde la filosofía a la literatura, para facilitar la búsqueda.
En esta librería, se respira un aire que no solo no se encuentra en las otras librerías de usados −que se distinguen por su tradicional desorden de libros aquí y allá−, sino que también su anfitrión Manuel López, antes que vender, procura orientar.
López forma parte de esa especie en vías de extinción del antiguo librero, no solo porque conoce −tras 55 años de ser un lector voraz e implacable−, sino porque se sabe al dedillo la primera regla del oficio: escuchar primero.
Por esa razón, cuando alguien muy ufano quiere empezar a forjarse en las grandes ligas de la lectura y pretende empezar por “Guerra y Paz”, él procura disuadirlo para que empiece por otros libros del mismo autor, porque en esa monumental novela Tolstoi le exige lo máximo al lector.
Más que una librería de usados, El Erial parece una biblioteca personal, en la que se encuentran algunos libros imposibles de hallar en las actuales tiendas de la capital.
Y justo mientras estoy conversando con el propietario, se acerca el profesor Quesada, asiduo visitante, quien tiene al frente un ejemplar de las obras completas de Teresa de Ávila; tras el infaltable regateo −situación impensable en una librería-tienda actual−, logra su cometido: una rebaja, que es el triunfo del simbolismo en este espacio, y el llevarse a casa un texto que es más que un libro: es un tesoro.
EN LA MAREA DE LA MODERNIDAD
Mientras el libro digital se abre camino a pasos agigantados entre las nuevas generaciones de lectores y amenaza con destronar de una vez y para siempre la gloriosa e irrepetible era de Gutenberg, El Erial procura aferrarse a la experiencia de ser un lugar único, en el que los libros viejos y de lectura profunda transmiten un aire que invita a hurgar hasta descubrir un valioso texto.
También, en ella se hallan libros de lectura fácil, como los de autoayuda y otras yerbas, pero no se venden libros de texto, que son por lo general los que sostienen a las librerías de usados.
La razón es que El Erial aspira a convertirse en un espacio de visita obligada, al que acudan aquellos que hoy extrañan el verdadero ambiente de una librería: es decir, un sitio de reposo, donde el tiempo parece detenerse para quienes en realidad viven la experiencia de comprar un libro como un hecho único.
Y para saber si ese sentir es mito o realidad, una vez que salí de El Erial me dirigí a una de las modernas librerías del centro de San José y si bien hay textos literarios de grandes autores, estos son los menos, porque predominan en sus estantes toda una gama de volúmenes de superación y “literatura vampiresca”, y quienes atienden no dan la impresión de que pueden orientar a sus compradores en torno a este o aquel autor.
Para empezar, en El Erial y en las librerías de libro viejo, no hay libros envueltos en plástico en los que solo se pueden leer las contraportadas, como sí sucede, y cada vez más, en las modernas tiendas-libros.
El contraste entre la librería de viejo que había visitado dos horas antes con las librerías-tienda del siglo XXI, lo experimenté en otra del centro de San José, porque mientras veía la sección de biografías, un cliente se acercó a uno de los vendedores y le preguntó dónde quedaba el baño, y el empleado le respondió: “me puede mostrar el tiquete de compra: el baño solo se puede usar si tiene tiquete de compra”.
Venía de El Erial, de vivir una experiencia en la que incluso confirmé que la librería tiene un taller de restauración y de encuadernación, y en esta tienda-libro, un afligido empleado tenía que comunicar las modernas y tristes políticas corporativas de la librería al pobre cliente que, tras la respuesta, se dio media vuelta y se marchó, para perderse entre las voces que anunciaban paraguas a ¢ 1000 y ¢ 2000, mientras unos payasos −en la esquina de la librería-tienda− se guarecían de las últimas lluvias del invierno que agoniza.
En medio del caos que produce la lluvia, entre los transeúntes que circulan por el corazón de San José y mientras procuraba poner a salvo mi revista Life del 66, caí en la cuenta de que El Erial es un pequeño milagro de la cultura del libro y un animal en extinción en el centro de la capital.