El estupendo Leonardo di Caprio, tan prolífico, tan brillante en sus magníficas encarnaciones (Rimbaud, Hughes, Abagnale y Hoover), hace un Gatsby convincente, tierno y decidido.
Primero nos despertó el deseo, luego vino la decepción con críticas desfavorables y al final disfrutamos de esta última adaptación de la legendaria novela de Francis Scott Fitzgerald, concebida con la ilusión del jazz y la ginebra. Por cierto, él aparece en el París de Woody Allen.
Entre la opulencia visual y el drama contenido, tan acertado como erróneo, capta con astucia y traiciona a la vez el mundo novelesco. A mí me complació y, lo más notable, me enganchó a ese singular personaje que se entrega a una causa-destino con la sabia resignación de un trágico griego.
Es atractivo seguir los pasos de Nick (Francis), testigo partícipe del mundo glamoroso de entreguerras en un Nueva York de clamor celeste, art deco y andadura epicúrea. Nos asomamos con él, voyeristas sigilosos, a esa explosión sensual tan exorbitante como superflua. La fotografía es portentosa, pero sin alma, ¿mas, acaso no es eso lo que quiere retratar? Como Nick, curioso, observaba yo esas fiestas en la gran pantalla del entrañable Cine Magaly, tan vigentes en la Costa Rica de los nuevos ricos ostentosos, y me decía para mis adentros, aún antes de ver a Jay Gatsby circunspecto navegar entre ese “sea of faces” (Pink Floyd, The Wall), que no les encuentro sentido. Es decir, podré husmear esas bacanales, lo hago a veces, mas ciertamente no me satisfacen. Lo mío son las personas (pero sin máscara, valga la etimología), de una en una, y la naturaleza en su esplendor primigenio, sin recortes humanos.
Que el polémico filme se alarga, que se reitera, que marea; pues sí. Guiños comerciales, quizá. Y yo sufrí, además, el horrible artilugio del 3D. Mas, de eso se trata, y en esto forma y fondo se hacen una melcocha, literalmente. Conocida la trayectoria del realizador Baz Luhrmann (New South Wales, 1962), era lo que esperaba: apabullante destreza formal, como en la grandiosa y distante Australia (2008), frenesí cabaretero como en la espectacular Mouloin Rouge (2002) y, sobretodo, ruptura y audacia, como en el moderno Romeo y Julieta (1997) que nos desconcertó. Habría preferido un fresco fiel a la época y no sus usuales anacronismos, que en la música tocan fondo (pese a que la estrepitosa banda sonora me espoleó para bien). Pero ese decorado fastuoso que nos arroja, de la mano de su esposa Catherine Martin, lleva la ironía pendiente de cada globo de luz.
Tobey Maguire hace un Nick correcto, pero lejos de la densidad humana de personajes literarios que amo como los también testigos Emilio (“Demian”), Alberto (“La ciudad y los perros”) y Torless (las inquietudes de Musil).
En todo caso, prefiero esta intrépida aventura visual a los blockbusters de moda, como Iron Man o Rápidos y furiosos (para no hablar de vampiros adolescentes y caer más bajo). Somos minoría parece, aunque para mi deleite Alfonso Chase elogió a Gatsby en Facebook. Incluso, si bien disfrutamos bastante de Star Trek y de Oblivion (fantástico en IMAX), este relato picante vuela a mayores alturas conceptuales.
Me fascina, y más aún con el posmodernismo rampante, el hombre que se entrega a una causa más allá de sus números, que permanece fiel a ella, que lucha sin tregua cuando todo se confabula en su contra. Sí, como Sísifo. El filme, con oraciones notables que nos hicieron cimbrar, me llevó a la admiración de ese Jay Gatsby que se lo juega todo por un amor romántico. Parco, anclado a la caballerosidad del otro, no hay exceso que no lleve a cabo por su amada, la etérea y preciosa Daisy (Carey Mulligan); verán, no una rosa, sino un invernadero. Gatsby desprecia su inmensa riqueza, apenas un medio para un fin trascendental, el amor a la mujer de sus sueños: mis respetos, sport. Como Jamal en la ordalía de Slumdog Millonaire. Es el aliento de Citizen Kane cuando al pronunciar Rosebud comprende tarde qué es lo que importa en la vida.
Y el estupendo Leonardo di Caprio, tan prolífico, tan brillante en sus magníficas encarnaciones (Rimbaud, Hughes, Abagnale y Hoover), hace un Gatsby convincente, tierno y decidido; epítome de este mundo —la Gran Manzana de la parafernalia— poseso de otro mundo posible. Amplío la cita de Horacio: Amor omnia vincit, et nos cedamus amori.