El cine cubano sigue siendo una fuente de maravillas pese a la asfixia que sufre el país. Una nación víctima de su economía ineficaz y de represiones injustificables, que sigue ahogada por el bloqueo estadounidense -relativo, hipócrita e injusto- que beneficia no sabemos qué oscuros intereses, ya que la apertura de Cuba al comercio y la cultura mundiales sólo podría favorecer su depuración democrática y crecimiento económico.
En ese contexto, su rica tradición española, afrocaribeña y latinoamericana sigue vigente en un pueblo lleno de ímpetu creativo y desenfadada alegría de vivir. Admirable energía que sigue vibrando en su estupendo cine y en el legendario festival de La Habana, encuentro crucial del arte y la libertad.
En una entrevista por televisión, el maestro Humberto Solás comentaba cómo el uso del formato digital (como en nuestra «Password…») le había permitido regresar de diez años de ausencia, con su «Miel para Oshun», y le abría nuevas posibilidades de seguir expresándose.
La Sala Garbo nos brindó en su oportunidad la célebre «Fresa y chocolate», un acontecimiento fílmico, un punto de giro para Cuba, y un fenómeno de masas. Luego, nos sirvió la divertida «Guantanamera»; y en estos días ha programado «Lista de espera», una de las películas más brillantes que se han hecho en América Latina.
Las tres son obra de Juan Carlos Tabío (las primeras con Gutiérrez Alea), ese hombre menudo y humilde, con cara de serio, pero simpático, que entrevistamos José Mairena y yo hace unos años en un hotel josefino. Había en él, junto a cierta fragilidad, una determinación admirable para asumir su destino de artista. Detrás de su discreta apariencia parpadea un cineasta de primera línea, capaz de un humor tan demoledor como incisivo, cuyo cine, como el del conocido Alfred Hitchcock, tiene la inusual cualidad de que se despliega en relatos aparentemente simples y cautivantes, fácilmente populares, que, sin embargo, son como un hermoso caracol que encierra múltiples significados, cada vez más profundos.
El filme nos ubica en una lejana estación de buses. Cada viajero, anclado a su interés personal, espera y desespera de un transporte que no llega -el previsto está descompuesto-. De la necesidad, en esa socarrona y agridulce metáfora de toda Cuba, surge la solidaridad, el ingenio toma el volante, y sin lamentos se comienza a construir un destino colectivo. Comedia para vivirse de risa, puntual cuadro de costumbres, ácida crítica de egoísmos y burocracias estériles, tierna colección de historia personales; este filme deslumbrante no encandila con el falso brillo de lo aparatoso y lo pedante; mas es sagaz y optimista reflexión crítica sobre el futuro de la isla país.
De entre las numerosas y notables interpretaciones de esta obra coral, baste señalar a tres artistas. La vivaz morocha Alina Rodríguez, que conocimos durante el estreno en el Festival de Cartagena; el consagrado Jorge Perugorría (que allá en San José llegó a presentar el filme, invitado por el eficiente cineasta Esteban Ramírez, quien lo convenció de protagonizar el largo «Caribe», que prepara como continuación al éxito de «Once rosas»); y el simpático Vladimir Cruz, compañero de Perugorría en «Fresa y chocolate», con quien conversé apenas hace unos minutos, ya que es Jurado aquí en el Festival de Viña del Mar, un intérprete joven que ya ha dejado huella en diez filmes con su talento y versatilidad.
Después de la obra maestra «La vida es silbar», del también recatado Fernando Pérez -¿lo recuerdan durante la X Muestra costarricense el año pasado?- esta película de Tabío es la más sagaz y oportuna visión de la compleja y contradictoria Cuba contemporánea; y además, un filme delicioso que recomiendo con el mayor entusiasmo y que confío que la Sala Garbo siga programando.