Que la belleza nos salve

Nada mejor para caracterizar las funciones que ofreció el Ballet Ruso de San José entre el 22 y el 24 de octubre en el

Nada mejor para caracterizar las funciones que ofreció el Ballet Ruso de San José entre el 22 y el 24 de octubre en el Teatro Melico Salazar, que las palabras de Ralph Waldo Emerson que encabezan el programa de mano (por cierto, señalemos que éste es el más profesional que hemos visto aquí hasta el momento en una compañía de danza): «Este amor por la belleza es el buen gusto».

No sé cuántos han dicho que la belleza (el arte) salva al mundo. En medio del clima tan cargado de amargura que vive el país en estos momentos, la temporada del Ballet Ruso fue un soplo vivificante. No diría prometedor, porque estos jóvenes bailarines ticos, certeramente guiados por Patricia Carreras y por los rusos María Monakhova y Anatoli Danilytchev, ya no están prometiendo algo, sino que son: se han instalado por derecho propio como artistas de cuerpo entero en ese difícil universo del ballet, al menos en lo que a Centroamérica concierne.

Los espectadores a mi lado comentaban eufóricos, sobre todo después de «Pulsaciones», la obra más aplaudida de la noche: «Son dignos de París». Todavía el nombre de la capital francesa funciona como referencia cuando de excelencia en danza se trata. No voy a desmentir esto, tan sólo matizarlo: justo la euforia  que provoca algo que nos agrada en una sala teatral, nos lleva al entusiasmo. ¿Pero, acaso no es esto sino el teatro, ese intercambio de energía entre los ejecutantes y el público?

Estilísticamente, la coregrafía -firmada por Monakhova, también creadora del vestuario-  oscila entre lo clásico per se ( «Allegro clásico», un estreno, ya el título avisa, sobre música de Bizet, reminiscente de «Études» de Lander y de cierto espíritu de «gran-ballet-imperial-ruso» tan caro a Balanchine ) y lo neoclásico, presente de una manera en ocasiones más abstracta ( «La música, magia poderosa», sobre partitura de Bizet; y «Pulsaciones», sobre K. Czerny, quizá destinado a convertirse en la carta de presentación de la trouppe ), o más «concreta», aupada la expresión por indicadores literarios que proclaman ser reconocidos -de ahí el subtítulo de «poema coreográfico» al ballet en cuestión -, como en el otro estreno de la noche,  «Noches en los jardines de Córdoba», sobre Manuel de Falla.

Acaso personalmente hubiese preferido en «Noches…» indicadores menos «concretos»-por ejemplo, los tocados árabes en los hombres, pero el gusto casi impecable de los diseños de vestuario nos compensó-, u otra solución escenográfica que no fuese la rampa que demasiado me recordó a «La Siesta de un fauno» de Nijinsky. Sin embargo, la coreografía, dentro de su estilo realista a lo Bolshoi, funciona eficazmente gracias al pulso que exhibe Monakhova, y a esa diríamos vibración -¿ no dicen  también que el teatro es la unión de lo visible y lo invisible?-que impregna la atmósfera, no sólo aquí sino en casi todas las obras de la coreógrafa.

Dentro del elenco, que se destaca por su uniformidad física y expresiva – ya esto es un «sello» de escuela-, mencionemos a la cada día más madura artísticamente María Laura Jiménez, seguida muy de cerca por Gabriela Vásquez. Por su parte, el ruso Andrei Buldakov mostró la suficiencia de siempre.

 

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