Sin nombre: Buen cine de testimonio social

El filme Sin nombre, dirigido por Cary Fukunaga es una mirada fresca, respetuosa y perspicaz que valora la dignidad humana por encima de todo

El 17 de julio  se estrena la laureada  película Sin nombre, que aborda la vida de los jóvenes en  las maras, la migración ilegal  y el destino de muchos centroamericanos.

El filme Sin nombre, dirigido por Cary Fukunaga es una mirada fresca, respetuosa y perspicaz que valora la dignidad humana por encima de todo y denuncia los múltiples rostros de la injusticia, sin aspavientos ni maniqueísmos.

Los jóvenes reclutados por las pandillas recuerdan los de la película Los olvidados, muy bien retratados por el cineasta Luis Buñuel. Ellos siguen siendo la mayoría en el istmo centroamericano. Nuevas y viejas oligarquías que acaparan el poder y riqueza los marginan y utilizan para conservar sus privilegios, pese a toda la sangre que ha corrido. Cuando, como en Honduras, se procuran cambios, se derrumba la apariencia democrática y la brutalidad militar se impone con un anacronismo y cinismo que causa estupor.  Lo que el canciller golpista Ortez llama chusma, es un pueblo que avizora.
La visión sagaz e inesperada de Fukunaga, es la de un joven californiano que cuenta con naturalismo jirones de esta cotidianeidad terrible que viven los desconocidos, con admirable entereza.
Cary Fukunaga, de padre japonés y madre sueca, se crió en Oakland, California y aprendió el español  en los avatares familiares. Estudiante de cine, practicó varias especialidades, y como realizador se interesó en el peor caso conocido de catástrofe migratoria en el norte. En Victoria, Texas, se halló un camión atestado de inmigrantes, luego que una veintena de ellos murieran sofocados. Su corto Victoria para chino recuerda ese hecho y lo llevó a ganar docenas de premios y la atención general. Obligado por la premura, replanteó el tema en un nuevo guión para un laboratorio del Festival de Sundance.
Cuando la  productora Focus Group le ofreció dirigir un filme, se abocó al mismo asunto, que por serle ajeno investigó ampliamente conviviendo con el tipo de gente que revela. Incluso, realizó varios viajes en el llamado “Tren de la muerte”, convoy de carga que va de Guatemala a México y en cuyos techos viajan los indocumentados.  Los consagrados jóvenes actores mexicanos Gael García Bernal y Diego Luna (“Y tu mamá también”), comprometidos con el cine latino alternativo,  se sumaron como productores ejecutivos.
 
UNA HISTORIA CONVINCENTE

Es indudable la capacidad de Fukunaga de construir una historia tan convincente.  Muy bien realizada la película (se rodó en solo siete semanas con un equipo  mexicano), es una mirada respetuosa que valora la dignidad humana por encima de todo y denuncia los rostros de la injusticia. 
También logró una hábil mezcla de intérpretes experimentados como Paulina Gaitán (Sayra) , de Voces inocentes), Tenoch Huerta (Lil el Mago) y Luis Fernando Peña (El Sol). El hondureño Edgar Flores (Casper), en cambio, es un actor novel y muchos secundarios y extras son centroamericanos e incluso hacen de ellos mismos.
Costa Rica no padece de males tan acentuados como las pandillas, pero sí tiende a despeñarse en esa misma dirección. En Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Honduras, y en parte México, se sufre por la concentración de la riqueza y  la abundante miseria por los escasos y deficientes servicios públicos, las pocas oportunidades de estudios y empleo, tradiciones antidemocráticas, autoritarias y militaristas e instituciones públicas muy débiles y corruptas.
La familia tradicional, sumida en la miseria, marcada por el machismo ancestral, se desintegra y disuelve en otras familias alternativas, como iglesias muchas veces expoliadoras, y pandillas juveniles que atraen u obligan a los jovenzuelos a integrarlas. Éstas reproducen las deformaciones de la cultura dominante y operan desde la criminalidad, como lo hace, con menor violencia, la economía informal. 
En ese contexto, el filme entreteje dos historias que se hacen una en lo personal y en lo colectivo. Por una parte, un joven marero (Casper), harto ya de la vida que vive, atento al día a día, mantiene su esperanza en la relación con una joven fuera de la banda. Y a la vez hace de padre sustituto para un chico (Smiley – ¡vaya sarcasmo de apodo!-) urgido de identidad.
Por la otra, una muchacha (Sayra) es arrastrada al “sueño americano” por sus familiares. Perderse para hallarse en los Estados Unidos, una esperanza ya no tan glamorosa como antes, para reiniciar lejos de las agrestes honduras y su estrecho horizonte.
Ambos deberán romper con la autoridad de turno. Él con el carismático líder de una mara salvatrucha, que abusa de su poder. La estructura de la familia pandillera es mucho más rígida que la convencional, pero también más eficaz. Allí encuentra seguridad quien poco comprende la libertad. Ella, con su padre afincado en Nueva Jersey. Porque no se supone que ponga en duda lo que le ordenan. En términos freudianos ambos deben  “matar” a sus padres para labrarse un destino que la inequidad social les vuelve esquivo. También el mozalbete deberá resolver su futuro en otro dilema moral terrible.    
Tanto la familia criminal, cuya insignia es la violencia, mas donde el honor no es un chiste sino asunto de vida o muerte, como el viaje mismo, es un escaparate de modos de vida. Desconcertantes para muchos que se cruzan con estos solo por azar, pero que son la normalidad para otros que así sobreviven en el continente más inicuo del mundo. El filme nos pone en sus zapatos; como víctimas y como verdugos. No procura juzgar ni sermonea. Ahí está, dice. Los verdaderos culpables, los que imponen la injusticia, no se ven; los suponemos.

OTROS MERITOS

El experto fotógrafo brasileño Adriano Goldman muestra sin excesos un mundo excesivo. Baña de una luz peculiar espacios áridos y tristes. Puebla de colorido, lleno de vitalidad, los momentos plácidos de vida elemental: comer, bañarse, dormir… Describe con destreza las espirales de violencia que van y vienen súbitamente, como los trenes. Goldman mereció el Premio del Sundance por su labor. Él también ha trabajado con Meiralles, de “Ciudad de Dios” (un filme diferente pero que coincide en su mirada transparente al mundo de los marginados en América Latina). Asimismo, fotografió “El matrimonio de Romeo y Julieta”, que vimos en un Festival de Cine Brasileño.
El mexicano Luis Carballar realiza una edición pulcra y eficaz, que mantiene la atención y equilibra el sosiego y la crispación, como ya había logrado en las notables “Amores perros” y “Voces inocentes”.
Pero hay algo más, decisivo, en este filme hermoso y triste; que angustia, pero a la vez redime y alienta. Casper y Sayra se topan por azar en el techo de un tren. A medio camino entre la venganza y la bondad, él la defiende. Luego ella corresponde. Podría ser erótico pero no le es –él sigue fiel a la que le dio sentido a su vida-. Un lazo, voluntario e inquebrantable, liga sus destinos. Un afecto extraordinario e insólito, completamente ajeno a las imbecilidades comerciales que manipulan el sentimiento, los une y los trasciende.
En esa odisea, dos personas humildes, al borde del abismo, literalmente, descubren la confianza, la ternura y el apoyo mutuo, es decir, el amor. Pase lo que pase, su dignidad y su valor se yerguen como un ejemplo admirable de lo mejor de la condición humana. Pese a la injusticia, la cual no cesa.   

 

 

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