“Una pasión secreta” (The reader) es un relato excepcional que procura no parecerlo.
Una compleja urdimbre de historias tratadas con sutileza y en un tono discreto que disimula su potencia dramática. Una obra magnífica creada por una reconocida alianza de artistas que se muestra con una sencillez admirable.
Pero sobre todo, es uno de los más impresionantes y conmovedores elogios del amor que se haya filmado, y que en su frialdad aparente y en su ambigüedad sin concesiones, deja una huella profunda y nos sumerge en un torbellino pasional e intelectual que estalla por dentro. A diferencia de casi todo el cine que nos recetan aquí, tan aparatoso, tan de apariencias.
Dos antecedentes contribuyen a explicar ese estilo tan peculiar. El guion, adaptado de la novela de Bernard Schlink, es obra de David Hare, autor de Las horas. Y el realizador es Stephen Daldry, creador de esa y de Billy Elliot.
Es evidente en la primera la profundidad con que se explora la condición femenina bajo la presión social. Yen la segunda la capacidad de comprender al varón adolescente devorado por una pasión incontenible. Ambas son notables, brillantes sin brillo superficial; exordio para The Reader.
Se le reclama volver sobre el Holocausto. Más allá de la necedad de juzgar a una obra por la moda, o de agotar temas por cantidades, no se percatan de un giro crucial. Incluso la amable y tristemente hermosa El niño de la piyama de rayas repite el estereotipo de los adultos nazis malos. Mas en The Reader, como en pocas, el pueblo alemán, arrastrado en el proceso nacionalsocialista, con el fardo de sus costumbres e ignorancias, es visto como ¿culpable?, sí, pero, ¿de qué modo, y hasta dónde y por qué? El filme sugiere con agudeza lo extraño e inasible que para el común de la gente significó el estar ahí entonces; como meras piezas de una maquinaria que, como en “El Cubo” (Natali), no se visualiza desde adentro. Por eso la ácida mirada a la señora judía del final.
En la primera sección, a partir de un acto de piedad en un cruce fortuito, se definirá el futuro de los protagonistas. Es decir, del amor piadoso se pasa al amor erótico (contrario a lo usual), en un encuentro tan no convencional e igualmente urgente como el de El miedo devora el alma (Fassbinder). Un quinceañero educado descubre en una conserje analfabeta, 21 años mayor, su explosiva capacidad de amar; la que él afirma, en pleno despliegue erótico, con una convicción que alcanza las más altas cotas de espiritualidad. Ella, en cambio, fija las reglas y no da más que lo que su escasa reserva moral y amor propio le permiten. Un secreto que la mujer guarda, y sellará su destino, se manifiesta con un juego erótico en el que las dulces caricias preliminares incluyen que él le lea –e interprete– textos clásicos (Homero, Twain, Chejov). Esta faceta nos permite jugar y enriquecernos con múltiples metáforas sobre la razón y la pasión, los nexos entre el arte y el placer, las responsabilidades del sujeto en (y) la historia, y así sucesivamente.
En la segunda parte, ya separados por necesidad de ella –y él marcado para siempre por ese milagro inefable de su verdadero y rotundo amor-, la mujer enfrentará su culpa con una ausencia de malicia que interroga a la justicia como verdugo. Y él, de sólido sentido moral, se verá desgarrado entre su afecto esencial y la horrorosa verdad del objeto de su amor. Antes, en una cena familiar, su madre había sentenciado: “Él no miente”. Es cierto, pero sabemos que sí lo hizo –únicamente– por amor.
Ella, en general, como la mayoría, se mueve al compás de fuerzas que no comprende y cumple con su modesto destino. Él, como pocos, les arrebata el fuego a los dioses y desafía el destino, amando sin límite. Sin embargo, confrontado con el atroz pasado de ella, transforma su amor erótico en amor piadoso (giro radical respecto al inicio) y la apoya sin condonarla. En realidad, queda atrapado en un dilema moral insoluble, porque no puede amarla por lo que fue para otros, ni puede dejar de amarla por lo que fue para él.
El absoluto de ella es su secreto; el absoluto de él es su amor. Cada uno lo sacrifica todo por aquello que lo define: el secreto, que lleva a la imposibilidad del amor; el amor, que se desintegra y se realiza simultáneamente al no descubrir el secreto. Esa es la grandeza y la perdición de ambos.
El tono de la obra es romántico, pero sin estridencia. Al inicio, vemos a un hombre cincuentón (el chico posterior), que resiste como Sísifo, pero dejándose llevar por la vida sin realmente poder apreciarla. El que, como en Los puentes de Madison (Eastwood), al confiar en su hija (revelar su secreto), alivia su dolor persistente.
Kate Winslet mereció el Óscar por su actuación, David Kross es un hallazgo; ambos exudan naturalidad y se ven estupendos. Y además, impecables, actúan Bruno Ganz, Ralph Fiennes, Lena Olin, et al.
¡No se la pierdan!