Cada persona que muere deja un espacio difícil de llenar en las personas que le quieren y en muchas ocasiones en su centro de trabajo y quizás en su país, mas el Dr. Quirce es una pérdida irreparable, no solo para las personas que le quisimos, sino para Costa Rica y el resto de Latinoamérica.
Es una pérdida irreparable, porque en este tiempo no se logran hallar personas que hayan encontrado el equilibrio entre el espíritu, el corazón y la razón, que además tengan la valentía para luchar por lo que creen, y la capacidad para enseñarnos a vivir, a ser mejores personas y a convertirnos en excelentes investigadores; con él, toda persona que trabajaba a su lado sentía que podía alcanzar las estrellas.Él intentaba que fuéramos personas integrales, tanto en lo espiritual como en lo académico-cultural, sabía de poesía, de historia, de música (cantaba parte de la opera Carmina burana en alemán, uno de los idiomas originales en que se escribió) y nos impulsaba a que nos desarrolláramos también en esas áreas.
Su vida la dedicó a investigar, pero no para satisfacer sus deseos, sino para generar herramientas que pudieran mejorar la calidad de vida de sus semejantes y hacer de esta sociedad un lugar donde prevaleciera la comunidad que nuestro señor Jesucristo quería: un lugar de amor, de respeto, de inclusión; gran número de artículos periodísticos lo sustentan.
Otro punto sumamente valioso para mí, era su disgusto por la mediocridad; él exigía a sus colaboradores puntualidad, orden, disciplina, amor al trabajo, valores que si los tuviéramos la mayoría de costarricenses, nos permitirían convertir al país en una nación del (mal llamado) primer mundo. Su mente visionaria trabajaba para que en Latinoamérica se desarrollara tanto investigaciones novedosas como las teorías y paradigmas que las sustentan.
Su trato permitía que los que estábamos a su alrededor lo consideráramos un buen amigo, y aunque no tuvo hijos biológicos, muchos de nosotros lo consideramos un padre.