El escritor uruguayo, Eduardo Galeano en su libro “Las Venas Abiertas de América Latina “, nos dice “que las potencias se lanzaron sobre nuestra América y le clavaron los dientes”. Bueno, lo mismo sucedió con África, un continente inmensamente rico. Contra él también se lanzaron como hienas hambrientas las potencias europeas a principios del siglo 16. En realidad en ese siglo varias naciones europeas iniciaron la compra y venta de esclavos, empezando un período de esclavitud, hambre, humillación, despojo y explotación en el continente africano. Miles de hombres y mujeres fueron reducidos a simples objetos de cambio; metidos en barcazas como bestias, casi siempre encadenados y marcados, para ser vendidos en el nuevo mundo. Para muchos de estos esclavistas, los africanos no tenían alma; al no tenerla tampoco tenían derechos humanos; este fue un razonamiento muy común en ese período de la historia humana.
Es necesario establecer un paralelismo entre la conquista y colonización de América Latina y África, pues es parte de la historia que se va construyendo a partir de estos eventos y marcará la posterior tragedia de estos continentes.
Una nueva cosmovisión invadió a África; el agonizante feudalismo y el precapitalismo emergente, con la cruz en la mano izquierda y la espada en la derecha, reclamaron como buitres su parte en un mundo que nos les pertenecía. Las potencias europeas no estaban interesadas en que nuestros países pudieran avanzar y escribir su propia historia; América y África necesitaban y necesitan socios, no amos.
Toda la estructura socioproductiva y las relaciones económico-comerciales interculturales, fueron hechas añicos. Nació así el imperio de la injusticia y la barbarie; es decir, lo que había sido construido sobre los principios de la equidad, fraternidad y el bien colectivo, fue sustituido por nuevos valores como la acumulación personal y la apropiación privada sobre los bienes colectivos. Los señores esclavistas y los conquistadores eliminaron todo el cuerpo ideológico que había servido de base a las culturas autóctonas.
Aparecieron así los pueblos del silencio, y sus dioses fueron cambiados por los nuevos dioses de un cristianismo enfermizo, xenofóbico, supersticioso y monárquico.
Más de cinco siglos después, miles de hombres y mujeres, hambrientos y sin destino, vuelven a ser introducidos, en bodeguchas de viejos barcos de carga, dispuestos a todo con el propósito de poder llegar a las mismas metrópolis culpables de sus desgracias. Estas mismas potencias que robaron y sembraron el hambre y la miseria en el continente africano, se niegan a recibir a los desposeídos e ignorados por casi todo el mundo. No quieren que sus naciones se contaminen del dolor que ellos mismos construyeron siglos atrás, les asusta los gritos y lamentos de las nuevas generaciones que reclaman que se les devuelva un poco de lo que les fue arrebatado, especialmente en toda el África Subsahariana.
Hombres, mujeres y niños caen al mar; algunos nunca aparecerán. Como en el siglo 16, los esclavos y esclavas preferían lanzarse al mar; hoy los esclavos del capitalismo decadente también se lanzan al mar, pues da lo mismo morir en lo profundo del mar, que hacerlo en el infierno del hambre y la miseria. Por otro lado, miles de mexicanos y mexicanas se arrastran como gusanos para alcanzar territorio estadounidense. Oleadas de centroamericanos, jóvenes sin esperanza, sin empleo, con hambre y sin futuro, se tiran a cruzar la frontera, aunque en esta aventura dejen la dignidad y muchas veces su propia vida.
Todos estos inmigrantes africanos, centroamericanos, mexicanos y sudamericanos, son considerados seres humanos de tercera clase. El color de la piel los hace detestables y repugnantes en la mayoría de las sociedades del primer mundo. Existen grupos xenofóbicos y racistas que consideran a los latinoamericanos y africanos, como seres no capacitados para adoptar y comprender las concepciones y estilos de vida de la alta sociedad del mundo desarrollado.
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