“Profe, cuando estaba en el cole era una ‘vaca’ en matemáticas”, me dijo una estudiante en un seminario sobre educación. Sin saberlo, expresó de ese modo lo que el sociólogo Pierre Bourdieu llamó la “violencia simbólica”. Pioneros en la sociología de la educación, los estudios de Bourdieu analizaron en los años 70 del siglo pasado el modo en que el sistema educativo, pese a ser formalmente un medio de promoción social, reproduce las distintas formas de violencia que afectan a una sociedad y, en ese sentido, funciona como factor de exclusión.
La “violencia simbólica” es la manera en que se interioriza y legitima inconscientemente el discurso sobre el cual un sistema opresor basa su dominación. De ese modo, decirse “burra” o “vaca” para algo, pensar que una nació sin el “talento natural” que requieren ciertos aprendizajes básicos, es legitimar la ideología del “don natural” según la cual algunas personas serían naturalmente buenas o malas en determinadas disciplinas. La ideología del don oculta los factores sociales por los cuales las personas se ven muchas veces impedidas en su aprendizaje. Por supuesto, no se trata de negar que existan predisposiciones genéticas para desarrollar ciertos talentos, sino de señalar cómo el hecho de clasificar al estudiantado en “naturalmente buenos” o “malos” funciona como una profecía autocumplida.
El sistema educativo, en tanto medio de exclusión social, es lo que revela el último Informe sobre el Estado de la Educación. Según este estudio, si bien la cobertura educativa ha aumentado, los recursos destinados no han logrado mejorar la calidad de la educación. Entre los datos más alarmantes: más de la mitad (54%) del estudiantado de Secundaria no llega a graduarse. Como señala el director del Programa Estado de la Nación, Jorge Vargas Cullell, los colegios deben preocuparse por la formación del cuerpo docente, y es necesario establecer prioridades en la inversión para tratar de revertir estos problemas.
Sin embargo, lo que el estudio dejar ver parece sintomático de profundas grietas sociales, cuya solución no atañe únicamente al campo educativo. En efecto, parte del estudiantado queda excluido de las aulas por dificultades económicas, pero también porque debe recorrer largas distancias a pie para poder llegar a su centro de estudio; en el caso de las mujeres, por embarazo, o por tener que atender labores domésticas en su hogar.
Dadas estas inequidades, tal vez no sea extraño que la violencia entre estudiantes aparezca como otra de las causas de fracaso escolar… Mientras las desigualdades sociales y de género sigan siendo profundas en nuestra sociedad, la educación pública no logrará cumplir con su ideal: transmitir conocimiento y formar a personas críticas.