Cierta vez Mark Twain comentó: “cumplamos la tarea de vivir de tal forma que cuando muramos, hasta el de la funeraria lo siente.” No está mal la fórmula, primero por el autor, con su humor un tanto ácido, segundo porque, acostumbrado casi a convivir con “la pelona” (como dicen en Costa Rica), puede que hasta ese funcionario fúnebre haya olvidado una tarea principal e ineludible que nos toca a todos. Se resume así: el sentido de la vida consiste en darle un sentido a la vida.
No hay más que una alternativa: unos estiman que después del corte, todo sanseacabó; otros especulan: ¿cómo es la vida después de la vida? Llevado de la mano del periodista y musicólogo Yehudi Monestel Arce, me inspira su estudio biográfico sobre Alcides Prado (1900-84). Es que, aparte de gran músico costarricense (compositor, ejecutante), siempre en andante sostenuto, él se esmeró también en crescendo hacia lo que evocaba como “el mundo celeste”. No por casualidad esa curiosa metáfora vuelve media docena de veces en la concisa y conmovedora semblanza, titulada: “La gran aventura musical de Alcides Prado” (en colaboración con la Escuela de Artes Musicales, de la UCR, en el 2012).
No es solo cuestión de verticalidad, como el mirar para arriba a que obligaba “el cafetal, atiborrado de pájaros (…) verdadera escuela de música” (p. 19); tampoco basta la mirada ascendente: “todo lo que brota en el suelo (…) crece hacia el cielo” (p. 117, por cierto, en expresión de Sor María Romero). ¿Qué representa el vocablo “cielo” en nosotros? ¿Solo una bóveda que nos cubre? Más allá de la mirada “hacia arriba” cabe una interpretación en segundo grado: se alude al empeño vital por superación espiritual. Para el cristiano que se profesaba don Alcides ello se volvió misión gratificante.
Por ello, acercándose lo que todos esperamos, aquello de “morir de su muerte” como decían antes, con más ahínco don Alcides se esmeró por su “mundo celeste”. Durante quince años, y según su propio testimonio discreto, para “mejorarse interiormente” sirvió de “maestro de capilla”, en la catedral de San José. En su lindo estilo don Yehudi contrasta, por un lado “el desorden decibélico” o “estruendo exterior” que hasta de las campanas “traga sus tañidos” en los alrededores, y por otro, ese “acto de fe y de disciplina” ante el órgano (por cierto: un Schyven, de Bruselas). Allí, en su anhelo trascendental, lo ayudó la citada Sor María que “era pianista y podía defenderse bien con el armonio”. (Citas todas, pp. 111-117)
Todo ello, que animó generaciones enteras, cuadra dentro del secular espíritu que por desgracia va perdiéndose en mucha gente, ocupada nada más en lo inmediato: el color celeste o el “cielo” de ofertas comerciales. ¡Ojo! Todos caeremos en combate, pero algunos ganaremos la batalla por un humanismo trascendente.
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