Apuntes de libertad

¿Y si pudiésemos todos encontrarnos en un estado de prosperidad recíproca, donde cada uno disintiera cuando su voluntad le reclame con ánimo una voz

¿Y si pudiésemos todos encontrarnos en un estado de prosperidad recíproca, donde cada uno disintiera cuando su voluntad le reclame con ánimo una voz de reproche, y donde aquel que cuestionase fuera víctima solamente de sus palabras y el cuestionado estuviese atento, con disposición de estarlo, a la prerrogativa ajena y, en absoluto albedrío, olvidase aquello que le es interpelado o atendiera con pronta humildad su queja?

¿Acaso no sería tangible una realidad donde aquel cuya patria le enajenó y desterró tuviese las mismas oportunidades que los que reclaman con encendida pasión un pabellón excluyente; y donde todo el que haga de este suelo su hogar sea solidariamente atendido por la pura vida que vendemos −y nos venden− cual refresco de pulpería, y donde el que migrase de una comunidad que le abofetea con pobreza hacia la urbe cosmopoli-tica pudiera sentirse que camina sobre el mismo suelo que dejó atrás?

Pregunto nuevamente, ¿sería mucho pedirle a esta vida en la que caminamos la materialización de una comunidad que abrace la otredad, que disipe el resentimiento vacío de quienes ven en la humanidad el reflejo de una programación bicromática; en donde no se ridiculizase a quien, por existir en sintonía con la plétora genética de la vida misma, no ha cometido acto alguno más que ser, y en la que nuestro diario recorrido no nos recordase las bajezas a las que hemos sido capaces de llevar la lengua y el “ingenio”?

Cuanto más considero las anteriores dudas que apunto, más me convenzo de la fragilidad en la que transcurrimos, en la desesperación que nos aqueja y en lo sencillo que sería para un sagaz y malintencionado verbo apropiarse de la bondad y martillar con desdén el cimiento que sostiene esta comunidad que llamamos patria. Ese cimiento que es prerrogativa y discurso, retórica y consecuencia; al que sentados bajo la manipulativa doctrina de la enseñanza se nos programó para defender y ofrecer.

La libertad es aquella luz que sale todos los días, unos con más intensidad que otros, y que baña con su estela todo lo que ven los ojos. Ser libre, nos decimos, es haber nacido en este pedazo de tierra que nos cobija; y aprendemos, precozmente, a identificar lo que somos, lo que valemos, y lo que no fuimos ni lo que valdríamos. Esa libertad nos permite reconocernos y agasajarnos en nuestra grandeza: ¡Somos libres! Por tanto, mejores.

Y el día es otro, cambia, alumbra una luz que nos consiente la mente y nos roba de la realidad. De repente estamos ebrios, con resaca, caídos; nos encontramos ante la mayor encrucijada del diario trote: yo quiero mi libertad para mí… Caemos en una espiral descontrolada que nos marea con su inexorable maniqueísmo, donde el que sea más libre no debe serlo, y donde el menos libre calla, sabiendo que, despojado de su máximo valor, es menos que aquel que ayer le era igual.

De repente, se me ocurre, nos presentamos todos en planos polivalentes que corroen aquella frágil semilla que se nos implantó; ya no somos iguales, ya no somos libres. “Tal vez alguien lo sea, pero yo no”, pensamos, y dejamos de ser. A todo esto, la resaca pasó y solamente nos queda un dolor que opaca la mente y desenfoca la vista; la luz es cada día más tenue, incluso se administra, se raciona, se racionaliza. Y me pregunto de nuevo, ¿qué tal si aquella realidad fuese posible? ¿Qué tal si ya no vuelve, qué tal si la soñamos; qué tal si nos vendieron una idea que nunca fue, qué tal si nunca podrá ser?

Al final, insisto en apuntar, nos rendimos ante el deseo individualizado de libertad sin antes reconocer la pluralidad que nos rodea; nos embriagamos de egocentrismo y desdeñamos aquello que nos recuerde que somos libres junto al otro, al que obviamos en reconocer. Y pagamos las consecuencias, reprimimos, amordazamos y mutilamos aquello que defendemos. Quedamos viciados de una locura que no conoce libertad y, aún así –apunto− ¡somos libres!

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