Hace pocos meses apareció sobre el escritorio del taller una carta datada de noviembre de 1972, la firmaba Gina Soto. Contaba en ella la noche en que Ariel llegó borracho y todas las que tuvo que hacer para telefonearle a altísimas horas de la noche para que lo fuera a recoger. Gina no lo hizo; lo supe al final. Al final de la carta agregaba dos cosas que impactaron su vida; a continuación las paso a decir para cumplir con el favor que me solicitó y que, por más intentos, no pude rehusarme debido a su persuasión.
Cuando era niña fue saberse mortal; en consecuencia, debía ―irremediablemente― hacerle frente a su propia muerte. Derivado de ello, supo que no era una responsabilidad que pudiera trasladarle a otra persona ―desdichadamente−.
La segunda sucedió de forma progresiva. Conforme creció fue haciéndose responsable de sus nuevas tareas y de las decisiones que implicaban y, en consecuencia, supo de las repercusiones de sus propios actos.
Las otras dos situaciones le sucedieron hasta no hace muchos años: la primera ocurrió al saber que la Virgen de los Ángeles sólo pudo aparecer en tiempos post coloniales y que, en consecuencia, tanto ella (y la figura de Juana Pereira) como su aparición correspondían a producciones culturales, a una sensibilidad católica con epicentro en… (?); en todo caso, fuera del continente americano.
La segunda pasó al enterarse, y luego comprender (vaya esfuerzo), que la propiedad privada ―elemento constituyente de la actual forma moderna de organización humana occidental― no siempre ha existido sino que corresponde, de nuevo, a producciones humanas de auto-constituirse históricamente dentro del moderno proyecto burgués.
Hoy Gina es la presidenta de la Cámara Interamericana pro enseñanza y entendimiento de la propiedad privada como elemento constituyente de la sensibilidad burguesa y acciona el pulsor del control de su vida mientras vive, y mientras vive muere, porque la vida viene con la muerte, y la muerte viene en vida, en ocasiones sin anunciación, y siempre sin reparo.