La cultura y el arte son dos pilares fundamentales sobre los cuales descansa la naturaleza y la condición humana. Variadas definiciones encierran un concepto en el otro; otras, nos muestran una perspectiva más delimitadora de lo que significa el arte, por un lado, y la cultura por otro.
Partamos, entonces, de entender el arte como una forma de expresión, culturalmente definida, social e histórica que, al mismo tiempo, aporta valor desde y hacia la cultura. Es un binomio, tan ambiguo como estructuralmente complementario.Por su naturaleza histórica y social, el arte y la cultura, está permeado intensamente de juicios y prejuicios deterministas, funcionalistas, estructuralistas y clasistas. Ideológicamente hablando, podríamos decir que la cultura y el arte son medios instrumentales moldeados para un refinado y sutil control político.
Queda así en manos de los detentadores del poder nutrir, fomentar y empoderar a la ciudadanía de arte y cultura; o, en su defecto, actuar de manera contraria coartándola y suprimiéndola, tal vez hasta perdiendo el refinamiento y cargando de pesados sesgos los aportes artísticos y culturales.
Un ejemplo del primer actuar errado lo podemos encontrar sin mayor escrutinio en el reconocido y anticipado Festival Internacional de las Artes (FIA), que en su edición del 2014 engalanó espacios públicos así como recintos específicos con la más variopinta compilación de expresiones culturales y artísticas de Costa Rica y el mundo; con el añadido de que un país con una asombrosa tradición en ambos campos como Rusia fue el invitado especial.
El yerro está en la más que desacertadísima decisión inicial de los organizadores de convertir el acto principal del Festival -su concierto de clausura- en un evento excluyente. Si bien el calificativo puede sonarle exagerado a muchos, somos muchísimos más quienes vimos en tal acto una afrenta directa contra la institucionalidad y legitimidad democrática que había conseguido forjarse el FIA.
El cobro -de una suma que tampoco podría calificarse como módica- es simbólico de un esquema de deserción cultural por parte del Estado. “El acceso al ocio es exclusivo y excluyente”. Es el único discurso que se infiere de tal decisión, la cual con suma altanería se esmeraron en defender alegando incoherencias administrativas y presupuestarias.
Pero debemos reconocer que tal absurdo trasciende hacia lo discursivo y político; de no haberse corregido (gracias a la presión en redes sociales de la sociedad en general) hubiese sido una jugada más en el calculado tablero contra las artes y la cultura; a prueba de ello sólo basta que recordemos el “fina’o” Transitarte y el vacío que dejó en los parques de la capital por estas fechas.
Cabe que nos preguntemos entonces: ¿por qué si la decisión de cobrar una entrada ni tan accesible se tomó, la rectificación entrevió una fluidez burocrática sorprendente? Pongámoslo de otra forma: si es responsabilidad del Estado organizar el FIA, con sus recursos y personal específico, en pos de la colectividad, ¿por qué se coarta a un gran porcentaje de esta de poder acercarse a un evento típicamente masivo, familiar y gratuito?
Podemos cuestionarnos realmente si existe alguna agenda ideológica tras la (des)organización del FIA, o si sencillamente acusa a una inexcusable inoperancia. Cualquiera sea el caso -esperemos no sean ambos- la cuestión central gravita alrededor del acceso y democratización de espacios culturales y artísticos, que nutran el espíritu de una sociedad que carece, cada vez más, de una institucionalidad cultural. No podríamos ser el país más feliz del mundo.
Es inaceptable que los espacios de ocio y recreo, y de consumo artístico y cultural se conviertan en pseudoinstituciones excluyentes, pues a partir de ellos se garantiza el crecimiento integral del ser humano.
Gustos habrá siempre para todo, pero la accesibilidad, equidad y solidaridad son valores que la ciudadanía debería promover desde sus bases, empezando por el Estado y reflejándose en sociedad civil. Caso contrario, nos condenaremos a pagar o ignorar.