Luego de reconocer que la mayoría de las especies de animales, plantas y otros, no son conocidas, hemos que aceptar que la biología de la conservación es complicada.
Por ello, además de continuar con el gran esfuerzo de identificación de nuestra riqueza natural expresada como biodiversidad, los seres humanos tenemos el deber ético de buscar la mejor forma de conservarla en beneficio de la población humana, en pleno ejercicio de la soberanía.
La creación de áreas de conservación se sustentó en sus inicios en la necesidad, precisamente, de proteger las especies amenazadas por factores antropogénicos, muchas veces relacionados con conflictos por sus espacios vitales. Así, por ejemplo, nació en Costa Rica su primer parque nacional (Volcán Poás) hace unos 70 años, gracias a la visión del Dr. José María Orozco, “Padre de los Parques Nacionales”.
Y así en el resto del mundo encontramos a hombres y mujeres visionarios que adelantándose al reconocimiento generalizado de la biodiversidad como una riqueza del país, impulsaron la creación de áreas de protección bajo diversas denominaciones.
Existen especies símbolos de la conservación, muchas veces nacidos de intereses no necesariamente conservacionistas, que mueven grandes capitales con los que se promocionan. Osos panda, chimpancés, ballenas, gorilas, delfines, panteras, son solo parte de esa colección, donde reptiles como las tortugas marinas juegan un papel similar.
El caso particular de las tortugas baula del Pacífico costarricense es un ejemplo. Desde hace dos décadas se les protege a lo largo de 6 km de playas en la extensa costa del cantón de Santa Cruz, en Guanacaste. Aunque el texto de la ley de creación del Parque Nacional Marino las Baulas lo restringe a los 50 metros de dichas playas y al área marina que las toca, gracias a una confusa interpretación administrativa se ha dicho que se le han de agregar a esos 50 metros terrestres, una franja de 75 metros a todo su largo… donde existen más de un centenar de casas y otras edificaciones. Por ello, ante la imposibilidad incuestionable de dedicar cientos de millones de dólares para su compra, se buscan respuestas alternativas a ese gasto imposible.
Pero más allá del factor financiero, se ha de reconocer que no es lo mismo proteger el hábitat de un chimpancé o un oso panda, claramente delimitados, donde se alimentan, crecen, se aparean, compiten, etcétera, que los hábitats de las baulas y otras tortugas marinas. Mientras las baulas macho pasan el resto de sus vidas en el mar, las hembras solo las visitan al llegar a la edad reproductiva para desovar cada 3, 4 o más años. Ese es su hábitat exclusivo de anidación, pues la mayor parte de su vida se la pasan nadando miles de kilómetros en su afán de encontrar su alimento, energía necesaria para su crecimiento, maduración, apareamiento y, por supuesto, las grandes migraciones hacia las playas de desove.
De ahí la gran diferencia de las baulas, para efectos de conservación, con las especies anotadas, que jamás salen del hábitat que las cobija a cumplir como las anotadas para las baulas, que se ven expuestas a situaciones adversas causadas por el hombre y por la misma naturaleza. Situación que ha demostrado con el pasar del tiempo, que no basta con proteger su hábitat de anidación y eclosión, ¡de gran importancia!, para garantizar su supervivencia. Costa Rica lo ha hecho por unos 20 años y, sin embargo, de las 2.000 baulas que nos visitaban entonces por temporada, hoy su número va de 27 a 40, debido a su alta tasa de mortalidad allende los mares.
Esa es la situación disimulada por los mismos que se oponen extrañamente a propuestas razonables y viables biológica y financieramente, como la que busca crear un área de conservación complementaria y colindante al Parque Nacional Marino las Baulas de Guanacaste que garantiza la protección de sus sitios de anidación y nacimiento, sin tener que gastar dólares que no se tienen.