Bullying: caída de lo simbólico

Su dolor, la impotencia y el destino truncado permanecen en el silencio.“Libre, libre. Mis ojos seguirán aunque paren mis pies”,  fueron las últimas palabras

Carolina vive en León XIII, a menos de 4 kilómetros de la UCR. Ella sufrió de acoso por parte de sus compañeras, quienes la agredían a diario. Se salió del colegio por temor a ser atacada ante las amenazas que le proferían.

Su dolor, la impotencia y el destino truncado permanecen en el silencio.

“Libre, libre. Mis ojos seguirán aunque paren mis pies”,  fueron las últimas palabras de Jokin, un niño español que se suicidó en el 2004 tirándose en bicicleta a un acantilado luego de haber padecido de acoso físico y psicológico por parte de compañeros y profesores de su colegio, ¡durante dos años!
Jokin y Carolina no padecieron solo del acoso de sus compañeros en el colegio. También sufrieron de una clara negligencia social: la mala praxis de un sistema que, a pesar de conocer los excesos que se cometen, no produce acciones pertinentes para detener estas violencias. Ambos denunciaron el acoso que sufrían, sin embargo, ¿qué se hizo?
Otra escena en un colegio de nuestra ciudad: hora de recreo. No se ve a los docentes por ningún lado. Se cierran las puertas del gimnasio y de las aulas. Quedan los pasillos. Algunos jóvenes toman uno de los corredores y rodean a los jóvenes que se acercan. Les cobran “peaje” y los amenazan para evitar que los denuncien. En la administración del colegio, todos “saben” lo que pasa. Todos callan.
Hoy, las cifras de acoso escolar que registran estudios en otros países, muestran que los excesos están ganando la batalla al orden. En Finlandia, una investigación con estudiantes de secundaria propone que el 47,8% de los hombres y el 36% de las mujeres sufrieron abusos por parte de sus compañeros/as frecuentemente. Otro estudio, realizado en Perú (Devida, 2009) anota que un 40% de los estudiantes han sufrido de “bullying”.
Ambas investigaciones proponen efectos nefastos para quienes son acosados: un alto porcentaje de ellos buscan como alternativas de “solución” la droga y el suicidio. Pero, más llamativo aún, los “acosadores”, se ven afectados si no son atendidos luego de cometer su agresión, pues “corren alto riesgo de padecer trastornos psiquiátricos en la edad adulta” (Brunstein, 2009).
El bullying, término creado en 1970 por Dan Olweus, expresa el acoso que se da de un sujeto o un grupo hacia una persona, en el marco escolar. Pero el acoso no es lo novedoso. Lo nuevo es que “no hay cabeza”, dicen los docentes, “se ha perdido el rumbo”. Los marcos referenciales, la autoridad y el orden no tienen un lugar claro. A pesar de existir reglamentos que contemplan sanciones para ciertas acciones ilícitas, no hay sostén en los acuerdos. Abundan las omisiones, reina la fragmentación que imposibilita el sostén de la ley: el orden simbólico ha caído produciéndose un terreno fértil para las violencias.
El bullying, una forma de relacionarse con otros, sin límites, no es un problema individual, que afecta a unos pocos, como queda claro en los porcentajes expuestos. Es evidencia radical de un problema social que se inserta en un desorden simbólico grave, donde la falta de bordes, de límites, desprotege a los menores de edad mostrando que lo arbitrario o hasta lo ilícito, es la regla. Urge la reflexión, la construcción de formas efectivas para retomar encuadres que salvaguarden los derechos de todos los y las jóvenes: tanto de los que son agredidos como de los que agreden. En este sentido, un paso hacia la reflexión, que me parece necesario mencionar, se produjo el 15 de octubre pasado, gracias al gran esfuerzo del Proyecto Estado de los Derechos de la Niñez y la Adolescencia de la UCR. Ya lo dijo Benedetti: “La juventud aguarda un gesto, una rendija de esperanza. Aunque se aturda, aunque recurra a mil variantes de la violencia, la juventud espera ser atendida y ayudada a sobrevivir”. Eso nos toca a todos. 

 

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