Nada de esto se ha cumplido, excepto a cuentagotas y marginalmente. El aprendizaje y la transferencia de tecnología han sido limitados; las redes de proveedores no han pasado del ámbito de los servicios más tradicionales. Y aunque esas transnacionales de alta tecnología pagan salarios relativamente elevados, en todo caso aportan una irrelevante cantidad de empleos.
Estos logros tan modestos han sido alcanzados a un elevado costo. Diversos gobiernos a lo largo de los años han empeñado un esfuerzo extenuante tratando de satisfacer las condiciones que solicitan las transnacionales. Y, sin embargo, un costo incluso mucho más alto es el que deriva del descuido sistemático en relación con lo que habría sido necesario hacer para promover un sistema económico de alta productividad y elevado valor agregado, dotado de una capacidad endógena para la innovación y el mejoramiento. Sin lo cual, por cierto, no es posible sostener eficaces políticas en materia social y ambiental que garanticen democratización de la riqueza, equidad social y sostenibilidad ecológica.
El traslado de la manufactura de Intel hacia países asiáticos debería servir para recordar algo que jamás debió olvidarse: una corporación transnacional actúa con arreglo a intereses que no coinciden –excepto por improbable casualidad– con los que son propios de un país como Costa Rica. No hay en lo anterior ningún juicio moral; simplemente es así. Por ello mismo, es iluso imaginar que gracias a empresas de este tipo podríamos convertirnos en una potencia tecnológica global. A estas empresas no les interesa ser el mecenas que promueva el desarrollo de algún pequeño país.
Este engaño ha salido caro, y la salida de Intel con los puestos de trabajo que tristemente se pierden es, a todo esto, un costo menor. La mayor pérdida está en el tiempo y las energías malbaratadas, lo cual se visibiliza en una estructura productiva descoyuntada, de baja productividad y escasa capacidad de generación de valor agregado. Y con implicaciones sociales muy dañinas: grave deterioro del empleo, creciente desigualdad social y una insostenible deriva hacia el endeudamiento.
Es urgente repensar la estrategia económica y entender que el capital extranjero, aunque importante, tan solo ha de cumplir una función complementaria. Es un medio para un fin, no un fin de por sí. El desarrollo que queremos –centrado en una vida digna para todos y todas y en una relación armoniosa con la naturaleza– tiene que construirse desde nuestra propia realidad: reconstituyendo los tejidos productivos; sacando inteligente provecho de los recursos de que disponemos y como un esfuerzo colectivo asumido con seriedad y empeño. Ninguna corporación transnacional suplirá lo que no seamos capaces de hacer por nuestra cuenta.