La democracia no tiene existencia, ni calidad en sí misma: depende del nivel de participación de los ciudadanos. Saramago
A raíz de la creciente popularidad noticiosa de las concesiones, el rosario de intereses defensores va desgranándose, quedando al desnudo el interés por el lucro privado como gran ganador. Esto golpea sensiblemente un aspecto central: la legitimidad de la gestión de lo público.
Más allá de honrar una figura jurídica, se olvida que la concesión no es un intercambio privado, sino la administración de un bien o servicio público, lo cual nos lleva a reflexionar: ¿qué papel juega la ciudadanía en este escenario?
Un contrato puede esconder o dejar ver los mayores absurdos que el sentido común pueda soportar; sin embargo, en la concesión pública, si empresa y Estado están de acuerdo, este contrato podrá seguir su tramitación, pero la ciudadanía, aquella que en definitiva será la usuaria de esta obra/servicio, puede entrar en conflicto con los intereses pactados por el empresario y el Estado.Es en esta situación, donde el sistema democrático costarricense vuelve una vez más a demostrar su gran limitación en el nivel de inclusión y participación de la ciudadanía, provoca fácilmente una gran efervescencia social de rechazo e indignación, máxime si aquellos funcionarios públicos se comportan como los portavoces de la empresa privada (olvidando su puesto como servidores públicos).
Esto nos tiene que llevar a repensar las figuras y procesos jurídicos sobre el modelo de gestión de lo público, dejar atrás las figuras tecnocráticas heredadas, tales como concesión de obra pública, alianza público-privada, que en su dimensión e interpretación actual, marginan la participación ciudadana, en defensa de la legalidad del Estado, al otorgar estos permisos que hoy se desvinculan de la realidad, donde invisibilizan las relaciones económico-sociales que se desarrollan en determinados espacios, además de las dimensiones políticas y culturales que se construyen en estos.
No es entendible y mucho menos comprensible, cómo en la actualidad se negocia y firman contratos de concesión, o mejor dicho gestión de lo público, a espaldas de la ciudadanía, todo el proceso de negociación y hasta en el caso más patético, de esperar el refrendado de la controlaría para acudir a las audiencias con la ciudadanía.
Esta situación caótica del sistema democrático costarricense nos lleva a evidenciar una vez más la atrofia institucional en torno a la más básica regla, como es la rendición de cuentas, y nos recuerda una vez más el gran peso que hoy tienen los bufetes y emporios empresariales.
Son elevados los costes sociopolíticos que ha provocado este modelo de administración de lo público, donde la ciudadanía se ve y siente atropellada por una legalidad autoritaria, donde el aparato gubernamental defiende el beneficio empresarial sobre el interés público.
Con estos procedimientos se margina la legitimidad democrática, que no nace de un aparato jurídico, sino del reconocimiento y participación de la ciudadanía en el diseño, ejecución y disfrute del bien o servicio público.
Es necesario repensar nuevos mecanismos sanos y transparentes para la gestión de lo público, donde el papel de la ciudadanía supere la visión de simple “cliente” de un servicio; esta no firma un cheque en blanco cada cuatro años, más bien es parte activa en la construcción del país, no sólo como población económicamente activa, sino en la participación más amplia e inclusiva del diseño y puesta en práctica de aquellas políticas públicas en las cuales crea que debe vincularse.
La lucha democrática, a diferencia de la dictadura que gobierna jurídicamente bajo figuras autoritarias, la democracia camina construyendo la legitimidad ciudadana, espacios de negociación y consensos necesarios, para la concreción de acuerdos basados en el respeto, interés común, inclusividad y solidaridad, y es precisamente de estos donde emanan los instrumentos políticos y jurídicos para la gestión de lo público, y no de una cúpula político-empresarial.