Concluyó en Roma la II Cumbre Mundial de la Alimentación con otro sonoro fracaso. Los países ricos, parapetados en el egoísmo y en la codicia sin límites, le negaron a la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) los 24 mil millones de dólares al año que pedía para reducir de aquí al 2015 a la mitad el número de personas que pasan hambre; la FAO solicitaba 13 mil millones de dólares menos de lo que gastará el gobierno de los Estados Unidos en su «combate al terrorismo», que, por cierto, produce menos víctimas que este otro «terrorismo civilizado» que mata de hambre a millones de personas todos los años.
Son las estadísticas del horror: una persona muere cada cuatro segundos por desnutrición, 800 millones de seres humanos pasan hambre, más de 70 millones de latinoamericanos van cada noche a la cama sin comer, cada año más de 7.800.000 personas, en su mayoría mujeres y niños, mueren porque no tienen nada que llevarse a la boca. Las cifras las daba el senegalés Jacques Diouf, director general de la FAO, mientras Berlusconi, el presidente italiano, miraba impaciente el reloj: el acto de clausura se adelantó dos horas para que el Cavalieri, el hombre más rico de Italia, pudiera ver el partido que enfrentaría a su país con México.
La década de los 90 ha sido dramática para los más pobres. La pobreza y el hambre crecieron y se agravaron, mientras se vivió un ciclo espectacular de crecimiento económico. Los países ricos engordaron y la obesidad de sus habitantes se convirtió en un problema público. Más de 300.000 estadounidenses, dice Jeremy Rifkin, fallecen prematuramente cada año debido al exceso de peso, el 61% de los estadounidenses adultos sufre de soprepeso; más de la mitad de la población adulta en Europa también sufre del mismo problema. La Organización Mundial de la Salud informa que el 18% de la población total mundial es obesa, la misma cantidad de gente desnutrida. La epidemia del siglo XXI será así el estilo de vida y la sobrealimentación en el mundo rico, que ya produce tantas muertes como el tabaco, y la otra cara de la moneda, la matanza por hambre de millones de personas en el mundo pobre.Y esto está suceciendo en los albores de un nuevo siglo que se anunció con bombos y platillos como el siglo de los derechos humanos. Los líderes de las grandes potencias ni se sonrojan cuando en sus cumbres se autoproclaman supermanes de los derechos humanos, pero se olvidan que hace la friolera de 54 años se estampó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación».¡ Qué tiempos aquellos!, entonces se consideró que el hambre es una violación de la dignidad humana y al mismo tiempo un obstáculo para el progreso social, político y económico; hoy el hambre es un dato económico que recuerda que los pobres deben esforzarse más, aunque los nuevos conservadores, que enarbolan la compasión como política, siempre estarán dispuestos a entregar alguna limosna.
En limosna se está convirtiendo la tan cacareada ayuda al desarrollo. En los últimos años, disminuyó drásticamente la ayuda a los países pobres. La meta acordada en los años 70 en la ONU, que comprometió a los países ricos a destinar al menos el 0.7 de sus productos internos brutos para ayuda a los países pobres, lejos de cumplirse ha venido disminuyendo. Los Estados Unidos destinan un vergonzoso 0.10 % del PIB; los países de la Unión Europea el 0.33.
Donadores de limosnas y además con garrote. Como se comprobó en la Cumbre de Roma hoy, y ayer en la Cumbre de Monterrey, la «ayuda» se condiciona cada vez más a la aceptación de los mandamientos de la globalización neoliberal. Los Bush, Berlusconi y compañía exigen la liberalización de los mercados, el pago de la deuda externa, las privatizaciones, el desmantelamiento de las políticas de soberanía y de seguridad alimentarias de los países pobres. La FAO lamenta que en los últimos 10 años se hayan reducido en un 45% las ayudas a la agricultura de los países del Tercer Mundo, mientras los subsidios a la agricultura en los países ricos de la OCDE asciende a más de 300.000 mil millones de dólares, lo que representa una subvención de 12.000 dólares al año por agricultor. De ahí que la actitud de los países desarrollados se haya resumido en la frase: «más ricos, pero más malvados».