Con las miserias de otros

Los  mayores logros de espíritu emergen de los procesos en los que se involucra. No hay lugar para la improvisación o la creatividad cuando

Los  mayores logros de espíritu emergen de los procesos en los que se involucra. No hay lugar para la improvisación o la creatividad cuando se requiere de soluciones efectivas y constantes. La vivencia de una época debe de acompañarse con sensatez, antes que con una simple emoción.

Durante años el predominio de intereses económicos ha desdibujado uno de esos mayores logros del espíritu nacional. Aquel gesto elegante de la inteligencia que colocó a Costa Rica en la vanguardia de la política en la  región centroamericana y constituyó, desde ahí, el curso de nuestro mundo.

El establecimiento temprano de un régimen de derecho y su consolidación, tras escabrosos procesos que pretendemos ya haber dejado atrás, dio lugar a una nación que se preservaría, con pocos exabruptos, a los privilegios del poder.

Este régimen no descansaba sobre la constitución de un sujeto ético a partir de derecho mismo, como lo pensaba Kant en su extraordinario ideal de la paz perpetua; ni en la reciproca influencia de todas las instancias que componen la sociedad, como lo concibe Hegel en sus lecciones sobre filosofía del  derecho.

El régimen nacional de derecho descansaba en lograr su capacidad de censurar una concepción de poder con otra alternativa, la democracia. La vileza de algún mal gobernante se sometía así  a la voz de los ciudadanos.

Este ensueño democrático, ethos cívico que apreciaba a un gobernante que se entremezcla con su pueblo en los salones y las plazas, se ha tornado postrero. El poder del capital oculto tras nobles apellidos, apreciados por nosotros desde la época de nuestros abuelos, ha agotado el civismo tranquilo propio de quien vivencia la democracia.

El escenario de poder actual entraba así al gobierno, entre secretos y privilegios ocultos. Actúa así sobre sí mismo, con una lógica de ejecución de poder, que oscila entre la represión y la simple vigilancia de las conductas.  El ciudadano entonces entrevé al gobernante con desconfianza, sin ser esto provocado por disposición de él, sino del estado.

Si se dieran los nombres de aquellos que, responsables de esto, deberían  rendirnos cuentas con al menos una sofocada disculpa, sería de esperar la timorata respuesta de que su hacer fue en aquellos  tiempos en los que creían que ello era lo correcto. La sagacidad de la respuesta Arias es hoy una categoría del discurso político.

Ha pasado, con ello, la época del civismo tranquilo. De aquel que se reía de las ocurrencias de un presidente que gastaba el erario en confites. La censura democrática que se expresa en las urnas, no puede ya sostener la voluntad de los hombres.

Se ha diluido el ethos que resguardaba el alma de ciudadano en su ensueño. Una  sensibilidad de deterioro que refiere a su época como ausencia de bienestar y progreso, ha dado lugar a una actitud distinta, no a un sujeto cívico nuevo. El costarricense sigue creyendo en la viabilidad de la democracia, pese a que se escuchen voces que pregonan lo contrario. Es algo maravilloso de este régimen de derecho, da cabida aún a sus adversarios.

Mas el alma requiere de un ethos cívico para vivenciar la democracia, de igual modo que de una estética de bienestar y visibilización de progreso, para regocijarse de su existencia. Sin ambos, el ciudadano se pierde en la desconfianza y se ensucia con las miserias de otros. El civismo pasa la calle, alza la voz, tiene la osadía de sentirse libre. En la protesta se aventura un nuevo ethos. La emoción de la vivencia política se convierte en dinámica urbana.

No hay cabida para gestos de chabacanería licenciosa. El gobernante no puede apelar a la simpatía del pueblo colocándose a la intemperie en el puente. La imagen del tipo cualquiera es agradable, pero sobra. El viejo ethos cívico permitía en otro momento a los presidentes capitalizar el roce con la gente. Hoy, tras décadas de deterioro y corrupción, de manejo centralizado en la figura de un nobel que perdió en su segundo gobierno todo brillo, se ha vuelto incompresible el significado cívico vivencial de tal gesto.

El curso de la época dibuja en el rostro del hombre, la mueca del desprecio hacia un mundo que pierde comodidad y certidumbre. Con elegantes gestos de dinámicas particulares, en la historia el sujeto cívico trata de lavar sus maculas, pero la cicatrices son perennes. La democracia no es un acto electoral.

Por ello la coyuntura no agota la fuerza del desencanto. No se restaura el curso de nuestro mundo con una nueva administración que gobierna a la vieja usanza. Nuestro régimen de derecho exige que las dinámicas cívicas resignifiquen la democracia.

Al alba, nuestra historia podría dar un giro hacia atrás, repitiendo en la nublada mañana los viejos errores, semblantes y banderas.

 

 

 

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