A raíz de todo este conflicto que sucede entre dos naciones hermanas, me preocupa la gran ola de odio que se ha desatado por los medios electrónicos.
Soy una de las costarricenses que le concierne y le enoja la actitud del Gobernante del país hermano del Norte, los argumentos esgrimidos por su embajador ante la OEA (apología con evidente afán dilatorio) y los comentarios de un exrefugiado de nuestro país, con el cual los ticos fuimos altamente solidarios.
No obstante, no me enoja para nada compartir suelo con miles de nicaragüenses, puesto que ellos no tienen la culpa de que los políticos de su país hayan hecho una fiesta –en la cual solo algunos son los invitados- y les hayan obligado a salir de su tierra en busca de nuevas oportunidades en su vecino del Sur, aunque fueran limitadas.
Aquellos que hemos sido extranjeros, sabemos que no es sencillo, conocemos la añoranza de la tierra, de la familia, conocemos el desarraigo y, si además fuimos víctimas de actos xenófobos, sabemos lo que es mirarnos al espejo con tristeza y preguntarnos ¿qué es lo que hay en mí que es tan malo aquí?
Es imposible pensar que los nicaragüenses que conviven con nosotros, que siempre nos dan una mano, que cuidan nuestros niños, que limpian nuestras casas, que recogen nuestros cultivos, que construyen nuestras casas, que van a nuestras escuelas, que se sientan a nuestra par en los buses, tienen en algún grado culpa de lo que está pasando y mucho menos comparto que sean el blanco de nuestra ira y de nuestra burla.
Al tomarla contra el nicaragüense que tenemos al lado, quebrantamos los valores que nuestros antepasados nos inculcaron: el respeto y la tolerancia. Es importante recordar que desde el inicio a nuestros países los ha unido más que la geografía; nos une la historia, la cultura, la consanguinidad; por ejemplo nuestros primeros intelectuales asistieron a la Universidad de León, puesto que aquí no existían centros de educación superior, también la relación de amistad que compartían los emblemáticos poetas Rubén Darío y Aquileo Echeverría o simplemente los antepasados que muchos tenemos generaciones atrás.
Los nicaragüenses residentes aquí y bastantes de allá, no están de acuerdo con la transformación a conflicto de toda esta ocurrencia. Son conscientes de las ventajas de vivir en un clima de paz y armonía, pues muchos de ellos, aún conservan las huellas indelebles de una guerra civil que se llevó a sus padres, hermanos, tíos, esposos, primos o amigos. No creo que mi amiga Zaida quien se interpuso –con avanzado estado de embarazo y 22 años de edad- frente a los soldados para impedir que descargaran una ráfaga despiadada contra sus cinco hermanos (de 10, 12, 13,15 y16 años de edad) quiera volver a vivir algo similar, tampoco considero que mi amiga Marcia, quiera que a sus hijos les toque la suerte de pelear en vez de estudiar.
Sigamos dando el ejemplo. Enseñemos a los más jóvenes a respetar, a sobrellevar estas vicisitudes con la tolerancia que nos caracteriza, sigamos proyectando una imagen de paz, con la intención de resolver este conflicto -de dos naciones hermanas- desde el diálogo, desde las normas, desde los foros internacionales; nunca desde el odio, la xenofobia y el desprecio hacia aquellos que conviven con nosotros.