Crónicas mexicanas

Como estudiante de la UCR he tenido el privilegio de vivir en la que otrora fuera conocida como la Gran Tenochtitlán, hoy Ciudad de

Como estudiante de la UCR he tenido el privilegio de vivir en la que otrora fuera conocida como la Gran Tenochtitlán, hoy Ciudad de México, para estudiar en la Universidad Nacional Autónoma (UNAM) durante un semestre, en el marco de un convenio académico entre ambas casas de estudio.

En este tiempo, me ha tocado vivir una coyuntura especialmente convulsa que ha puesto al país bajo la lupa internacional. Sabrán que el detonante de esta crisis fue la desaparición y el asesinato de 43 estudiantes de magisterio a manos del Estado mexicano. Particularmente se trata en este caso del Gobierno Municipal de Iguala en el Estado de Guerrero, uno de los más de 200 municipios que se sospecha están coludidos por el crimen organizado.

El asesinato injustificado de personas a manos del Estado en cualquier parte del mundo debería generar, como menos, indignación generalizada, y no es la excepción para México. Sin embargo, en este país parece ser una práctica institucionalizada. La lista de asesinatos caprichosos a manos del Estado mexicano es extensa; destaca los sucedido en Tlatelolco (1968, 300 muertos), Acteal (1997, 45 muertos), Aguas Blancas (1997, 17 muertos), Atenco (2006, 2 muertos) y en Tlatlaya (2014, 22 muertos). Más allá de estos casos, se registran más de 20 mil denuncias por desapariciones forzadas, de las cuales la gran mayoría permanece impune.

Empero, pese a la reincidencia de la nefasta costumbre, las movilizaciones de esta situación específica superan ampliamente las anteriores. Parece  que los hechos de Iguala fueron una gota más que cayó de un vaso ya desbordado. Desde el 26 de septiembre hasta la fecha, el Distrito Federal ha presenciado marchas todas las semanas. Además, en el Estado de Guerrero los compañeros de los estudiantes desaparecidos, los miembros del sindicato de educadores, entre otros grupos, se han dedicado al combate frontal incesante contra las autoridades en ciudades como Iguala, Chilpancingo y Acapulco. En todos los demás Estados de la República también se vive la indignación y frecuentes marchas para exigir justicia.

Mi trinchera en estos meses ha sido la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de esta universidad, uno de los múltiples focos de denuncia ante los líos de la realidad mexicana. La facultad funciona a su vez como contingente de marcha, centro de información y hasta espacio de toma de decisiones.

Asambleas realizadas dentro de la facultad han decidido suspender las actividades académicas en cuatro diferentes ocasiones, como medida de denuncia ante la situación vivida. Durante estos paros, no hay clases formales, pero las instalaciones permanecen abiertas para espacios de diálogo y debate. Además, en el país latinoamericano en que más se asesina a periodistas por el oficio de sus labores, la información obtenida a partir de estos resulta de suma utilidad si no se está satisfecho únicamente con la información oficial.

No se recomienda a ir a las marchas solo, por el temor a un detenimiento extrajudicial. Entonces se marcha en contingentes, como el organizado por esta facultad y otros grupos diversos. Por seguridad, estos se mantienen unidos, inclusive cercados ya sea por un simple hilo a los bordes o por una barrera humana. Aunque parezca algo exagerado, la detención arbitraria de 11 jóvenes en la marcha del 20 de noviembre (3 compañeros de la FCPyS) demuestra la necesidad de esta práctica.

La violencia es una bola de nieve, y la escalada de agresiones solo ha logrado aumentar el repudio y el resentimiento entre las partes en conflicto. Es cierto que la vasta mayoría de quienes asisten a las marchas creen en la vía pacífica, pero también lo es que algunos aprovechan para manifestarse de manera violenta, arremetiendo tanto contra policías como contra infraestructura pública y privada.

Durante las primeras manifestaciones era difícil encontrar a los granaderos (policías especializados en tareas antidisturbios), mas el aumento de tensiones vino acompañado del aumento en la represión. Ahora, se promueve el miedo a la confrontación directa y la detención para disuadir a los potenciales asistentes. En palabras del recién dimitido Secretario de Seguridad del D.F., las autoridades han intentado reestablecer el orden “le guste a quien le guste”.

Predecir los próximos sucesos es difícil, pero siempre la violencia genera más violencia. Lo que pasó en Iguala responde a un problema estructural, y ni la renuncia de Peña Nieto (lo que exigen los más indignados) promete una pronta solución a un problema que trasciende los ya desprestigiados partidos políticos.

La Constitución nos prohíbe a los extranjeros la participación  política, y la norma es aplicada con severidad. El artista francés Manu Chao tuvo que cancelar conciertos y salir del país luego de que iniciara una investigación en su contra, precisamente por pronunciarse en contra de lo sucedido en Atenco. Más prudente, René Pérez de Calle 13 cedió el micrófono a los padres de los desaparecidos en un concierto realizado apenas en noviembre.

Por lo demás, pese al evidente caos, muchos se ven obligados a morderse la lengua. Es precisamente en respuesta a esa inquietud que pretendo compartir mis experiencias. Presentar las demandas de un pueblo mexicano disperso, atomizado e indignado en pocas palabras no es tarea fácil, y es precisamente la ausencia de un norte común la que dificulta una salida al conflicto. Pese a eso, la consigna más generalizada en esta lucha, y con la que pretendo que los lectores de este texto se solidaricen, se reduce a tres palabras: ¡No más impunidad!

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