¿Hay poder? ¡Hay arrogancia! Pero es algo menos pecaminosa la arrogancia que muestran los políticos y muchos de sus serviles, cuando se sientan “detrás del mostrador” de un gobierno y hacen gestos, poses y actitudes típicas de poderosos tontos. Esa arrogancia repugna y es la que nos hace a los vasallos sentirnos indigentes cuando tenemos que soportarla al rogar su diligencia, como un favor personal que nos hace el servidor público, el cual está ahí, según dicen, “por el pueblo y solo para el pueblo”.
La arrogancia grave, sin embargo, es la que lleva a cada gobierno a su perdición por cometer tantos y tantos errores, y a confirmarnos que no ha habido ni habrá Estado o gobierno que valga la pena. Es la arrogancia del político, que se da, precisamente, por pretender arrogarse el monopolio de la verdad, de “su verdad”, tan suya, que una vez en el poder creerá que siempre debe tener la razón; no que simplemente la tiene, como un niño mal educado y tonto, sino ¡que tiene que tenerla! Esa ilusión de omnisciencia es la que al final envilece toda la función pública del gobierno y del Estado. Se contagia inmediatamente al resto de jerarcas ¡Y lo peor!: a la burocracia entera.En lo que va de la Historia solo hemos sabido de un caso, atípico por supuesto, que fue noticia reciente, de un político que aceptó que había sido un error (eso sí, después de una crítica mediática enorme que lo desbalanceó) haberse ido a África a asesinar ejemplares en extinción, mientras su “querido pueblo” sufría una de las más desastrosas crisis económicas de su historia. Pero tal arrogancia no les permite aceptar haber cometido errores y menos las consecuencias de los mismos. Cumplida su gestión prefieren salir huyendo del país que gobernaron, que mostrar la cara o contribuir en algo para enmendar sus tortas.
¿Pero cuál parece ser la razón psicológica para que este trastorno desfigure sus personalidades tan pronto adquieren el poder? Aprendamos que el poderoso no toma su actitud arrogante del poder. El poder corrompe, pero el jerarca llega a él ya bien corrupto. Se le conoce cuando ya está en el poder, porque antes no la manifiesta, no tuvo forma de hacerlo, o no le prestamos la debida atención. El poder es la concreción de su estado psicológico sufrido desde su tierna infancia; siempre quiso mandar a otros, sobresalir, que lo lleven en hombros… Su ego es interminable y su desplante formidable; pero su cerebro pequeño y de pensar restringido; de lo contrario no se dejaría arrastrar por su dolencia, que lo conduce a una vanidad detestable como mecanismo de defensa, porque su autoestima, insuficiente como su inteligencia, reclama rango y poder con delirio permanente. Ensancha su imagen alterando su realidad con actitudes y fantasías de superhombre, para encubrir su mediocridad, la cual, ya con el poder, se puede volver despótica, imperiosa, presuntuosa y, en su afán de gloria, hasta destructiva.
Así que el arrogante toda su vida fue arrogante, pero para dar a conocer su falsa superioridad necesita dar órdenes, y tener fama, dinero, serviles, yes men, vasallos… Y para alcanzar todo eso al mismo tiempo no hay nada mejor que el poder político. Luchará por él toda su vida.
Su misma obsesión lo hace decir cosas ridículas, como que es el único que sabría gobernar, que tiene la solución, que es el escogido, y todas esas sandeces que escuchamos previas al error de su elección.
Su fijación por el poder es tal, que si en ese proceso llega a sufrir derrotas, no se deprime como cualquier ser humano tras una caída. Sus fracasos lo envalentonan, lo encolerizan y busca los errores en sus camaradas, nunca en él mismo.
Para alcanzar el poder debe ir ajustando su vida según los “siete pecados capitales del poder político”, de los cuales hemos analizado los tres primeros en anteriores ediciones de este Semanario: La mentira; este aspirante al poder tiene que hacerse mentiroso compulsivo, de manera tal que al alcanzarlo ya no sabrá actuar sin tratar de engañar. La traición; en su camino al poder debe traicionar a todo el mundo, incluyendo a sus seres más próximos. El fanatismo; debe hacerse fanático de sí mismo y creerse el salvador del planeta. Así que no culpemos tanto al poder, porque el arrogante que lo alcanza llega a él ya podrido.
Y por eso el arrogante,
Cuando se hace poderoso
Es temido y peligroso;
Pero cae tarde o temprano
Convertido en un gusano
¡Que sigue siendo enconoso!