¿Cuál tipo de universidad queremos?

La educación universitaria costarricense  tuvo siempre un péndulo que algunos movían hacia el oscurantismo, quizá por temor a perder el monopolio del poder y

La educación universitaria costarricense  tuvo siempre un péndulo que algunos movían hacia el oscurantismo, quizá por temor a perder el monopolio del poder y el autoritarismo, y los que ven en la Universidad una ventana abierta el mundo en procura de justicia social, como está enunciado en el “Preámbulo” del Estatuto Orgánico de la UCR. En 1888 cerraron la Universidad de Santo Tomás, aduciendo falta de organización, repartiendo luego sus instalaciones al  Registro de la Propiedad, los Archivos Nacionales y la Corte Suprema de Justicia. Supongo que el cierre hecho por el  Secretario de Estado de entonces, don Mauro Fernández Acuña, tuvo tanto beneplácito entre quienes abogaban que era suficiente para unos cuantos saber leer y escribir.

En la década de los setentas, cuando muchos de quienes hoy se rasgan la vestidura por un sistema de admisión antiguado, levantaron la bandera del cierre de la UCR debido a  clases de marxismo que  impartían en Estudios Generales y “amenazan seriamente la democracia”. Ignoro si el plan de los setentas era parecido al de 1888, cuando las instalaciones de esa casa de estudios las ocuparon.

La acotación anterior viene a mí por  una conversación con el maestro de maestros, Isaac Felipe Azofeifa, para quien el enfrentamiento con cafetaleros y agroexportadores por las clases de marxismo era en serio y no descartaban medidas de fuerzas contra la UCR. Fue una lucha de tigre suelto contra burro amarrado, solía decirnos el maestro, cuando rememoraba editoriales de los principales periódicos contra la U. Estos se amparaban a la libertad de prensa, para echar al cajón de la basura la posición de la contraparte.

Como corolario de lo anterior  nace el periódico UNIVERSIDAD, como el medio más libre del país. En los ochentas el Semanario estuvo a punto de ser acallado por la embajada estadounidense en San José y hasta financiaron un medio que le hiciera competencia. Había dinero de la “contra” para ello (ver: “Y no los dejen respirar”, Morales Carlos).

Hoy la estrategia es distinta. La universidad pública -ya no hablemos solo de la UCR-, ya no es tan necesaria. Desde hace más de 25 años los profesionales que requieren nuestros banqueros, exportadores, dueños de call center, hoteleros, etc., los producen en menos tiempo cerca de medio centenar de fundaciones  y empresas privadas dedicadas al lucrativo negocio de la educación universitaria. Unas mejores que otras, porque las autoridades anteriores de las universidades estatales, vieron en estas casas de estudios privados la posibilidad de lidiar con la lucha sin fin por presupuesto justo.

Es cierto que una parte importante de jóvenes trabajadores hoy acuden a estas universidades privadas, ya que en las públicas no tuvieron cabida. Pero es falsa la premisa que obvia el problema de fondo: El Estado cada vez en mayor proporción deja  la enseñanza secundaria  por cuenta de empresas privadas, mientras los colegios públicos, en su mayoría, son una calamidad. La síntesis a la que acudirán luego los enemigos de la U pública es que, en tales condiciones, no se justifican las transferencias de recursos del presupuesto nacional. Aunado a lo anterior, está además la campaña sostenida en torno a que en la UCR campea la corrupción administrativa. La visión dejada en el inconsciente nacional -pues por mi  profesión constantemente estoy en contacto con gente externa al claustro-, es que en la U hay una estructurada corrupción, clientelismo, “chorizos” etc. Perdonen, pero  no creo que todo lo anterior sea la regla.

En el fondo, el debate que se oculta y muchos universitarios esconden, es si queremos una universidad al estilo europeo, de claustro, o adoptamos la visión estadounidense de universidad gerencial y de negocios hasta debajo de las piedras, o nos abocamos como latinoamericanos juntos a delinear la Universidad del futuro, frente a un capitalismo salvaje, como decía Juan Pablo II.

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