De culpas y fantasmas

Terminaba de leer La historia de Lisey de Stephen King y, pensando en nadie y en algunos de nosotros, repasaba aquellos detalles que sin

No sé si el autor tuvo la intención, tampoco intento formular un parangón de la historia con su biografía, ni mucho menos sustituir el análisis de un psicoanalista; en fin, no es más que una opinión.

Terminaba de leer La historia de Lisey de Stephen King y, pensando en nadie y en algunos de nosotros, repasaba aquellos detalles que sin duda me cautivaron a lo largo del relato. Hubo alguien que me dijo: “Pero esa historia no es de terror”. Solo antes de llegar a los agradecimientos del autor, puedo afirmar que fue terror puro lo que me narró el libro.
Sin ánimo de contarles la trama más allá de lo necesario, se trata de la historia de un escritor (Scott Landon) de infancia tormentosa y “dálivas sangrientas”, quien fallece luego de un pasaje a lo imaginario. También nos narra la historia de Lisey Landon, la esposa del escritor, y su recorrido por el duelo que sucede a la muerte de Scott, siguiendo los pasos de vida de su esposo, salvo en su desenlace de vida.

Pese a la simplicidad con la que apunto los ejes de la trama -sin duda sin hacerle honor a su autor-, es la narrativa la que “escenografía» los diferentes acontecimientos; el entretejido de pasajes que se intercalan entre el pasado y el presente; lo real, lo simbólico y lo imaginario; la aparición de los fantasmas de Scott -y de Lisey- y otros un tanto más humanos como “el conejito grande Manda” o como Darla (ambas hermanas de Lisey); la historia de miedos y culpas que se construye.

Quizás son esos fantasmas inscritos en la constitución del ser de sus protagonistas. Y, justo ahí, la historia se convierte en terror, colocando al personaje y al lector frente a aquello siniestro u ominoso que denominaba Freud. La historia de Scott es la historia de sus culpas y de los trastornos derivados de ellas, del imaginario y los significantes heredados. La historia de Lisey es la historia del duelo y este, quizás, haya sido la historia de sus miedos, una vez que se encontraron en la intersección de la vida, ayudados por el fantasma de Scott.

Lo interesante, desde este lego punto de vista, es que ese pasaje por el duelo y sus etapas colocó a Lisey frente a sí misma, en relación con su esposo y el mundo que este construyó para intentar de forma fallida salir de las culpas germinadas en su pasado (la escritura y la muerte, quizás como símil de abandono del ser). Tras una serie de acontecimientos –algunos externos-, así como de la aparición de la voz de Scott como compañía omnipresente, que -de forma primitiva o infantil- la guía hacia los propios fantasmas que yacen ahora en su presente eterno; es cuando Lisey empieza a darse cuenta de sus propios fantasmas y a enfrentarse a la superficialidad de la vida y los excesos materiales, la enfermedad, la soledad, la sensación del no-ser hasta ser nombrada como la esposa del escritor y colocada en un sitio visible, el de un ancla (paradójicamente), no solo de su difunto esposo en vida sino de su propia hermana cuando yace catatónica en un hospital psiquiátrico.

Es la descripción interlineada de una Lisey aferrada al recuerdo del ser amado que decidió “esfumarse”, tras dos años de negación que se tradujo en la comodidad de con-vivir con el resto de Scott, su legado tangible y el fantasma con el cual convive, hasta que, a través de su hermana mayor, la muerte interpela a la vida y Lisey se conduce por la ira, la negociación con el Otro, la depresión, y culmina la novela con el regreso de la muerte al país de la muerte, llevándose consigo algunas culpas y miedos, tanto de su esposo como los propios, y empieza a construir en el vacío de su casa, su propio presente.

Me preguntaba: ¿cuántos caminaremos así?… ¿caminaremos? ¿Cuántos vivimos aferrados a un duelo eterno, no solo de una pérdida real, sino de aquella imaginaria -y algún par simbólicas-, cuyos significantes y significados se encuentran arraigados a los miedos y a las culpas de aquello que se “pudo hacer o evitar”, de ese “si hubiera”, “si tuviera” o, más bien, “si es-tuviera”; moviendo de día los fantasmas que dicen las abuelas, yacen debajo de la cama por la noche, velando cruces que yacen tranquilas en alguna parte de Boo’ ya Moon, del País de las Maravillas o del País de Nunca Jamás? La historia, ante un efecto introspectivo, probablemente involuntario, me deja la moraleja: ¿leer a King o mirarme en el espejo y avanzar?

 

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