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De la incertidumbre de la época

La filosofía enfrenta en cada época las incertidumbres de los hombres para provocar sus soluciones. Es pensamiento de un espíritu erguido

La filosofía enfrenta en cada época las incertidumbres de los hombres para provocar sus soluciones. Es pensamiento de un espíritu erguido ante su presente. Sentido de cotidianidad elevado a significado de existencia y experiencia de vida. Esto está bien por el momento, pero ¿cómo reflexionar hoy sobre la incertidumbre de la época si ella es la época misma?

La reflexión ha de introducir sensatez en aquellos que destacan por estilar un hablar ausente de mesura. Las más simplonas conciencias opinan sobre su momento con base en lugares usuales y ocurrencias. Su conversación profunda termina en cuanto se dan cuenta de que no comprenden nada. Recurren entonces a alguna usual muletilla, al ceño fruncido y al cabizbajo gesto de pesadumbre. No comprende el mundo quien no enfrenta el complejo entramado de sus vivencias.

Cada época se define por las vivencias humanas que promueve. El hombre piensa al mundo desde su mundo como si fuese el mundo. Por ello, al agotarse sus certezas ese se le vuelve odioso.

La dinámica de la realidad se vuelve así impersonal hasta que nos impacta. Sus acontecimientos constituyen entonces vivencias diversas que dejan en nuestra alma marca indeleble. Pensar sobre el momento es pensarse en el otro corporalizando sensibilidades mutuas.

El espíritu gesta entonces sus respuestas a la repugnante decadencia provocada por una crisis objetiva que no bien sale de su estremecimiento cuando se hace más profunda. En otra época, la crisis del mundo nos llevaba al suicidio. En esta, se mata a quien no es indiferente antes de acabar con nuestra vida. La persona se ha hundido en la impersonalidad del otro. Divorciándose del prójimo no es capaz ya ni siquiera de un acto mínimo de heroísmo cotidiano, la simple solidaridad con los otros.

El mundo que cierra sus puertas abre acceso a las más vulgares escurriduras. Por ello, las jóvenes de los barrios del sur de San José se prostituyen, no por necesidad, sino por el placer de sentirse deseadas al punto que alguien paga por ellas. El alma se fusiona con las apariencias. Las más nobles expectativas del espíritu se cierran con limitaciones de diverso origen. La farsa de vivir solo el momento se ha convertido en verdad. En esta época de incertidumbre, la incertidumbre de la época radica en la ausencia de una refinada centralidad en las expectativas del hombre.

Desdichados de nosotros que apostamos nuestras vidas en una partida de dados. Sin haberlos cargado antes, nos quejamos de nuestro mísero destino luego de perderlo todo. El brillo del alma desventurada se opaca por sus vivencias. Más es por vivencias que nos convertirnos en persona. Somos lo que logramos al dar solución efectiva a nuestros apremios.

Nuestra identidad es nuestro patrimonio. Es lo que resulta de enfrentar nuestro mundo y solucionar sus miserias. Esfuerzo vigoroso que impregna al espíritu disidente con el brío de la inteligencia y lo enaltece frente a la bestia, lo coloca por su fuero en el centro mismo de la realidad.

Mas el dulce ideal del ahínco con el que se enfrentan los retos de la existencia y se les supera, ha sido dejado de lado. Antes bien por influjo de míseros padres que disfrazan de amor por el hijo lo que es ausencia de amor por su cónyuge. Luego por el peso de una desilusión triunfante impuesta al alma lozana por la crisis integral del capitalismo.

Así, para la conciencia manceba, la experiencia usual parece ausente de cualquier posibilidad de significado. Solo sobrevive el zagal en el jovial desánimo de la rutina. El hacer nada es su única aptitud para penetrar las implicaciones que acarrea el sobrellevar la existencia. Ante nuestros ojos su mundo se despeña hacia la carencia de comunidad con personas que viven con decoro.

Se abre así paso a un mundo en el que unos pocos hombres dignos hemos de sobrevivir rodeados por patanes. La incertidumbre de la época se convierte en dinámica de la existencia en común.

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