La realidad política del país es ya de por sí confusa para que, entre discursos, noticias, chismes y renuncias, se problematice acerca de dos conceptos que, desde mi humilde ignorancia, se asemejan y se alejan tanto más se les piensa. A más de 100 días de la toma de posesión del nuevo Gobierno, tal confusión se agranda y con ello se entorpece la evaluación pública y la crítica constructiva.
El Gobierno es una institución política, sancionada en la Constitución Política. Palabras más o palabras menos, lo conforman todas aquellas instancias ejecutivas, electas o designadas, que manejan el curso político del Estado. Este año tuvimos la oportunidad de votar, dos veces, para determinar por medio de regla mayoritaria, quién sería el gobernante que designaría sobre el pueblo su equipo de gobierno; es decir, su plan de acción, su hoja de ruta política.Pero esta última no viene dada por una persona, ni (ojalá) inventada durante la campaña proselitista; es (debería ser) reflejo del marco dogmático de cada partido concursante en la campaña; es un constructo ideologizado de intereses y pretensiones políticas que se gestan en el partido mismo. En términos generales, el Gobierno deviene de su partido, por lo tanto el partido en sí se convierte en el Partido de Gobierno. Este título, altisonante cuan sea, es pesado, especialmente para un partido cuyos clivajes se profundizan cada día más.
El Partido de Gobierno no es un partido más; si bien ocupa escaños en el Congreso, su peso, sus acciones y personalidades están bajo constante valoración. Cambia el rol del opositor beligerante al de recato y mesura; cualquier acción u omisión puede ser condición suficiente para una crisis política. El Partido ahora resguarda intereses mayores que necesariamente deben entrar en contradicción con su institucionalidad misma, de allí que su reto sea perdurar sin perder aquel núcleo axiológico que le valió la distinción popular por sobre el resto.
El Partido Acción Ciudadana responde a una corriente progresista que, según su propio nombre, invoca al pueblo y su ejercicio crítico de participación. Luis Guillermo Solís ha representado, desde octubre del año pasado, la cabeza (más) visible del partido. He aquí la amalgama: Solís Rivera es el jefe del Estado costarricense y, como tal, líder del Gobierno, cuyas demás ramas ejecutivas deberá delegar y vigilar. Mientras que el PAC es el Partido de Gobierno; todas sus particularidades, afirmaciones y contradicciones están a la orden del día e incesantemente minadas por la “opinión pública”.
Sin embargo, recalco que, desde la humilde visión con que contemplo, confiado en que muchos sentirán lo mismo, la distinción se hace difícil, y a veces demasiado evidente. Ante ello cabe preguntarse, ¿gobierna uno, o gobiernan muchos? ¿Es Luis Guillermo, o es Ottón? ¿Está realmente el poder en Zapote o en Cuesta de Moras, o en Barrio La Granja?
Responder tales preguntas es un ejercicio aparte, que además de tedioso podría resultar irrelevante, dependiendo de dónde se mire. El problema de la (in)distinción entre el Gobierno y el partido que lo consolidó es que el balance de poder se pierde; tres institucionalidades se entremezclan y las figuras prominentes de cada una se encuentran en constante fricción. Si no, que lo digan los diputados del PAC.
A poco más de 100 días de Gobierno, Luis Guillermo y su Partido se han mostrado dispares e incongruentes. Ideas y premisas se han confundido, las potestades de uno y otro se han ignorado y tal parece que, como popularmente se dice, cada uno jala para su lado.
Tal errático comportamiento acrecienta la duda que comparto en estas líneas acerca del rol estructural y dinámico de cada ente, y su consecuencia política. Me uno a las voces que claman por un gobierno eficiente, transparente y ético, pero con mayor vehemencia me uno a aquellas que piden orden en un partido que hasta hace 100 días era reflejo de congruencia y sensatez, pero que ahora está más cerca de la ironía y desfachatez de la política tradicional.