El TAG es la forma primera del grafiti moderno y aún persiste como forma dominante. Consiste en la escritura estilizada del seudónimo del grafitero en espacios públicos, mayormente ajenos a su territorio. En la década de los 60, en Philadelphia y Nueva York, los TAG incluían, además del seudónimo, el número de domicilio donde vivía el grafitero, que evidenciaba la pertenencia a una calle, a un barrio o a una pandilla. La intencionalidad de esto es clara: manifiesta, en un terreno extraño, la apropiación de éste por medio de una afirmación de existencia y pertenencia. El TAG, es su bagaje histórico, no es más que una expresión contundente de poder por parte de aquellos individuos marginados: ¡no somos un número, somos personas, existimos y aquí estamos!
Por tanto, fue curioso observar por televisión en la toma del Estadio Nacional realizada por La Doce, a uno de sus miembros −mientras otros aterrorizaban, golpeaban y asaltaban− subirse a las butacas y gritar: ¡aquí estamos!
Un día después, todos se rasgan las vestiduras por tal manifestación de presencia; sus espacios seguros e icónicos fueron invadidos por aquellos que pertenecen a esas barriadas marginadas que vemos de lejos. Nuestro Estadio Nacional, copia genérica y símbolo de las relaciones “amistosas” con el capitalismo, manifestó con claridad aquello que pretende esconder.
Ahora todos tratan de identificar a los invasores por Facebook, piden excluirlos de los estadios, eliminar sus organizaciones, condenarlos penalmente con todo el rigor de la ley y más allá de ella, encerrarlos donde no se dejen ver. Los llaman maleantes, malvivientes, pandilleros, lacras, ratas y raticas. Lo que pesa, y que no se quiere pensar, porque implicaría repensar el modelo de desarrollo y la vida que nos promete y que no cumple a todos por igual, es que además de todo eso, son personas.