Ahora que estamos próximos a la conmemoración de un año más de la conquista castellana de la América indígena, y en momentos en que las cuestiones de apertura económica y libre comercio dominan las políticas de desarrollo nacional y el imaginario costarricense, conviene recordar el papel que dichas cuestiones ya jugaron como constitutivos fundacionales en esta conquista y sus consecuentes prácticas de expoliación, etnocidio, coloniaje y asimilación del continente a los procesos de globalización europea.
Y es que, en los famosos debates de Valladolid a mediados del siglo XV1 en torno a la conquista, uno de los principales argumentos que se esgrimen para justificarla y someter y expoliar al indígena, es precisamente el recurso a las máximas mercantiles de la libertad de apropiación, intercambio y tránsito, como derechos divinos, naturales y humanos, léase hoy universales, cuya violación legitima las guerras de conquista habidas y por venir en aquel nuestro nuevo mundo.
Si bien factor medular, no solo la evangelización del impío, libidinoso y bárbaro indígena sirvió como acicate consciente de la conquista, también los afanes mercantiles por entonces en ciernes, de los cuales resultaba particular expresión esa voracidad insaciable de poder y riqueza tan propias del egocentrismo apasionado renacentista, caros, ya no a la ideología cruzadista evangelizadora medieval sino, a la naciente e individualizante razón liberal secular, desempeñaron un papel nada despreciable en este proceso de movilización de las fuerza anímicas en favor de la conquista expoliadora.
Tal es el caso del recurso a principios “humanistas y naturales” de pretensión universal relacionados con la interacción, la comunicación, el intercambio, la hospitalidad y la convivencia, y no a presuntas potestades temporales pontificias o monárquicas, que se esgrimirían como verdaderas razones para hacerles la guerra a nuestro aborígenes y someterlos a un nuevo Dios: el Dios de la individualidad secular e ilustrada.
Quienes así pensaban consideraban que ni la iniquidad, la perversidad, la idolatría o las prácticas contra natura podrían considerarse argumentos en favor de la guerra justa y las prácticas de despojo concomitantes; sin embargo, sí lo era la defensa del derecho de gentes, derivado del derecho natural, a la libre circulación y comercio, pues “…los españoles tienen derecho a recorrer aquellas provincias y de permanecer allí, sin que puedan prohibírselo los bárbaros…” (De Vitoria, Francisco. Reelecciones: Del Estado, de los indios y del derecho de la guerra. México: Editorial Porrúa, S.A., p.60); asimismo resulta “… lícito a los españoles comerciar con ellos…. importándoles los productos de que carecen y extrayendo de allí oro o plata u otras cosas en que ellos abundan; y ni sus príncipes pueden impedir a sus súbditos que comercien con los españoles ni, por el contrario, los príncipes de los españoles pueden prohibirles comerciar con ellos” (Ibid., p. 62).
Caso de que los bárbaros mostrasen una actitud inhóspita y belicosa, sí asistía la razón al español para recurrir al derecho de defensa y tomar todas las precauciones que para su seguridad necesitasen “… porque lícito es rechazar la fuerza con la fuerza… y si padecen injuria, pueden con la autoridad del príncipe vengarla con la guerra y llevar adelante los demás derechos de la guerra” (Ibid., p. 64).
Es la defensa de estos principios de la hospitalidad y libertad de tránsito y expresión, lo que da derecho al conquistador para propagar la religión cristiana y enfrentar justificadamente por medio de la guerra, cualquier oposición bárbara a dicha forma de comunicación, pues, si bien el bárbaro no está obligado a aceptar la palabra de Cristo, sí lo está por derecho natural y de gentes a no negarse a permitir que aquellos que quisieran escucharla lo hagan.
En fin, desde una perspectiva menos “medievalista” y, sobre todo, menos voraz e indiferente a la diversidad de la psicología y cultura humanas, que la mostrada por aquellos que defendían la legitimidad de las guerras de conquista con base en las presuntas muestras de barbarie, perversidad e idolatría de nuestros indígenas, se recurre a principios de un liberalismo mercantil de pretensiones universalizantes que, trascendiendo al mismo precepto evangelizador medieval como razón válida, legitiman la conquista y, eventualmente, las guerras de rapiña, sometimiento y aniquilación de nuestros aborígenes.