Desastres y actos divinos

La vulnerabilidad ideológica es una condición que determina el grado de susceptibilidad al impacto de las amenazas y que deriva de las ideas que

En la edición del periódico Al Día del viernes 10 de setiembre del 2010, un titular alusivo a las muertes causadas por un rayo el día anterior en San Ramón dice: “Contra la voluntad de Dios no se puede”. Esta frase llamó poderosamente mi atención, me inquietó internamente y me movió a escribir unas líneas, porque ella se enmarca dentro de la gestión de riesgos en lo que se conoce vulnerabilidad ideológica.

La vulnerabilidad ideológica es una condición que determina el grado de susceptibilidad al impacto de las amenazas y que deriva de las ideas que tengamos en nuestra mente. Es por este tipo de vulnerabilidad que algunas veces construimos, decimos o escribimos frases como las siguientes: “El río atacó de nuevo”, “Nuestro planeta es feroz”, “Las asesinas olas del tsunami”, “El volcán asesino”, “La naturaleza implacable” y muchas otras que ahora escapan de mi memoria.

Presentar los incidentes naturales de esa manera, contribuye a consolidar una serie de estereotipos existentes sobre desastres y quienes los padecen. La falta de análisis sobre los procesos y causas fortalece la idea de que los desastres son eventos fortuitos, que dependen de la furia de Dios o de la naturaleza, pero no ayuda a entender que los desastres son producto de las relaciones entre la naturaleza, el ser humano y el desarrollo. Interpretar los desastres como productos de Dios o de la Naturaleza, desafortunadamente favorece la creencia de que no se puede hacer nada para enfrentarlos, ya que al dar por hecho que son “actos de Dios” o “fenómenos naturales”, se considera que ellos son inevitables eventos del destino o de la mala suerte.
La respuesta de una comunidad ante una amenaza de desastre, o ante el desastre mismo, depende en gran medida de las opiniones o juicios que sus habitantes tienen en mente del mundo y de su papel en él. Si en la ideología predominante se imponen opiniones o juicios fatalistas, según las cuales los desastres corresponden a manifestaciones de la voluntad de Dios, contra las cuales nada podemos hacer los seres humanos, o si se piensa que «está escrito» deben suceder, las únicas respuestas posibles ante la manifestación de la naturaleza serán el dolor, la espera pasiva y la resignación. Si, por el contrario, la mente humana da cabida a concepciones más acordes con la realidad, si se reconoce la capacidad de transformación del mundo que ha desarrollado la humanidad a través de su existencia, y si se determinan  las causas que conducen al desastre, la respuesta de la comunidad podrá ser más activa, más constructiva y más de eficaz contra lo que parece inevitable.
Los únicos beneficiados con las concepciones fatalistas de los desastres, son los que tienen bajo su responsabilidad la gestión de riesgos y no cumplen su cometido, exponiendo con ello a la población. Tales actores suelen evadir su irresponsabilidad argumentando que los desastres son inevitables, que nada se puede hacer ante ellos, cuando en realidad podrían evitar muchas muertes si hicieran un trabajo eficiente. Estos son los que utilizan los desastres para justificar su mala gestión, atribuyendo a los eventos naturales todos los males de su territorio, son los que suelen decir que los desastres son la causa del subdesarrollo de los pueblos. Y aunque ciertamente los desastres detienen el desarrollo, muchos han echado la culpa del subdesarrollo a los desastres cuando ni siquiera tenían planes de desarrollo en sus territorios. 
La educación es un elemento esencial de las estrategias para la reducción de los desastres. Todos debemos hacer un esfuerzo por comprender las causas de los desastres y ejercitar destrezas para implementar estrategias que conduzcan a la reducción de los mismos. Para ello es preciso cambiar normas, valores culturales e ideologías inconvenientes. Uno de los cambios urgentes es dejar el antiquísimo discurso de más de medio siglo, sobre el dualismo y antagonismo naturaleza-sociedad, según el cual la naturaleza no solo debe ser explotada al máximo, sino que hay que dominarla porque es salvaje, indomable y asesina. Debemos dejar de ver la naturaleza como un eterno rival   que nos ataca incesantemente y recordar que el ser humano es parte de ella, razón por la que no se debe contender, sino adaptarse a y vivir en armonía con ella. Si procediéramos de ese modo, estaríamos menos expuestos a fuerzas superiores que, sin intención, pueden causar dolor, destrucción y muerte.

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