En ambos momentos tuve la misma sensación de que hablaba con uno de los últimos representantes de una época y una clase social. Don Beto en su forma de hablar, de pensar y de escribir era un defensor a ultranza de los valores de la clase media tica, tal y como surgió y se consolidó al abrigo del Liberación Nacional histórico de la segunda mitad del siglo XX. Incluso su carácter a veces abrupto y franco en demasía, refleja un poco a ese tico agudísimo, instruido a la vez que pueblerino, que pobló Costa Rica al amparo de las instituciones del Estado benefactor.
Tenían que pasar varias décadas para que yo pudiera despojarme de muchos de los esquemas heredados de la vieja izquierda y entonces comprender la importancia de hombres como él, en la formación de la identidad y cultura nacionales. Su talante, a la vez mordaz y cálido, refleja un poco lo que todos somos en este país. Una sociedad en la que a nadie le meten diez con hueco fácilmente, que se ríe de sus desgracias y que hace chota de su propia imagen, en el espejo de los desaciertos y pifias de los políticos de turno; conservando, sin embargo, un sentido de amor por lo propio y una habilidad ladina para defender lo que estima forma parte su ser esencial.
En ese cruce de caminos, donde se funden ironía y pensamiento profundo, intransigencia y dulzura, socarronería y elegancia conceptual, siempre estará acompañándonos don Beto. Pero también estará con nosotros cuando haya que abandonar aquellas instituciones políticas que arrean sus banderas y sea la hora de fundar nuevas esperanzas.