Jacques Sagot es un pianista con prestigio local y él desea ser asimismo un escritor. En este último propósito resulta menos malo e incluso estimable cuando narra a su manera sentimientos biográficos (su aprecio por quienes valora amigos y maestros por ejemplo) y un bastante más peor cuando se erige (normalmente desde un Ortega y Gasset poco digerido) en un Pepe Grillo de quienes él estima, desde la primera a la última nota, incapaces, débiles, mediocres, hombres-masa o “ningunos”, “nadie”.
En esta última algo neurótica vena escribió su artículo “Las palabras del ángel” (LN: 28/09/2013). Alguien llega al Hotel del Más Allá (administrado por Marriott Hotels & Resorts), al que Sagot determina como Gran Silencio (lo que debería desalentar a los músicos), y se topa con un ángel que le tira a la cara el no haber pecado jamás y haber sido “pequeño” tanto en pecados como en virtudes. “¿Pequeño, dije? ¡Ínfimo, nimio, insignificante!”. Tras la regañada, viene la sentencia: “No hay lugar para ti en el cielo ni en el infierno. La mediocridad de los hombres es uno de los problemas más peliagudos que nosotros, ángeles espigadores, debemos enfrentar”. El guionista más torpe de Hollywood advertiría que el individuo que se presenta a la recepción del Marriott no ha sido caracterizado como adulto. Pudo ser una niña de seis años muerta al no ser amparada por el sistema de salud social de Estados Unidos o por una reestructurada CCSS. Pero no: el fervor de Sagot se centra en un macho adulto/anciano: Luis Ninguno.
Don Luis recibe su sentencia: “…vuelve al mundo. Y yerra, yerra en grande, sumérgete sin remilgos en la marisma de la vida (…). Pinta a grandes trazos el mural de tu existencia, y olvídate de tu recoleto y medroso puntillismo”. El Marriot de Sagot solo acepta a trágicos románticos y héroes: a Rambo, por ejemplo. Olvida el ángel que todo bicho humano es arrojado en el pantano de la existencia. Aunque no lo desee, tragará sal y barro o se los harán tragar y soñará convulso con gotas de miel y palmitos. Si puede, o sea si se lo permiten y facultan, producirá estas gotas y tallos frescos y querrá alimentarse con ellas y compartirlas con alguien. Con su abuela, por ejemplo. Esto lo hará héroe. Y si no puede, vivirá en la memoria de otros, y en sus actos, como el héroe virtual que no pudo ser ni intentar. Gratitud y también rencor por la especie le llaman a esta consideración humana.
Pero la parte más floja del lacio artículo de Sagot es que el ángel resulta ser un funcionario del Gran Silencio, de un sistema. Lleva uniforme del Gran Silencio, dice las palabras que le indica el reglamento del Gran Silencio, hace una pausa para ir al baño tal como lo indica la norma del Gran Silencio, cumple horario y, tras firmar el registro, retorna a su lecho oficial deseando algo que no sabe en qué consiste y que le está prohibido.
Si el ángel-funcionario del Gran Silencio imaginado por Sagot no fuese un burócrata del sistema sería Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas o de la Luz, según los lentes que se utilicen, o uno de sus seguidores. Mejor: una alternativa independiente de Lucifer. Existirían así el Sistema del Gran Silencio (donde Sagot toca piano y nadie escucha), el Sistema de Lucifer y su Gran Banda con multitud de solistas condenados a perfeccionarse eternamente y a disfrutar ‘más allá’ (no pregunten cómo, pero les resultará delicioso). Y el Caos abierto por el ángel hastiado de juzgar a quienes no entiende ya que nunca le instruyeron que para conocerlos debía amarlos así como vienen: incapaces pero posibles de apoderar; medrosos e inseguros pero también sólidos y fuertes; mediocres cada día pero dando pecho y brazo y corazón en un instante de fulgor.
En el Caos del ángel discordante que no odia ni al Señor del Gran Silencio ni al sistema generado por Lucifer, tendrán cabida todos: los guijarros, los dolidos, las espumas, los que fueron al Mundial, aquellos a quienes se les negó la esperanza y se les maldijo, esos que siempre dañaron las partituras, los que las leyeron y las olvidaron, los que hicieron y deshicieron, los que miraron para atrás y vieron el futuro: todos: niños, mujeres, varones, ancianas, ancianos, sus gatos y sus perros. Sus sillas y calcetines. El ángel discordante andará por allí, disfrazado de cualquiera y de alguno: y será Luisa Ninguna o Luis Ninguno: la despreciada, el despreciado. El insustituible y a la que nunca se olvida. Allí no existirán puertas.