A don Alfonso lo conocí siendo yo un muchacho, en aquellas tardes de domingo de carreras de caballos en el hipódromo de La Sabana, a las que él nunca faltaba con su familia y amigos, y a las cuales nosotros -sin plata para pagar el boleto- entrábamos cuando abrían la puerta para las dos últimas carreras (¡como lo hacíamos todos los miércoles y domingos en el Estadio Nacional, en el segundo tiempo!). Con su altura imponente, pelo rizado totalmente blanco y finos modales, tenía aspecto de profeta bíblico, y era imposible que pasara desapercibido.
Hacía poco había regresado al país, tras una extensa estadía en El Salvador y Argentina, donde fue funcionario de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Y, a partir de entonces, con unos 50 años de edad, se sumergió en la trepidante vida universitaria de esos años, alternando con sus labores en aquel Laboratorio Clínico del Hospital San Juan de Dios donde tanto había aprendido de su mentor, el sabio y patriota Dr. Clorito Picado. De ese claustro, impregnado de ciencia al servicio de los pobres, brotó la célebre Biología hematológica elemental comparada, escrita por ambos.
Tuve la inmensa fortuna de conocerlo y tratarlo en 1984 cuando, preocupados con otros colegas por la indefensión del ciudadano ante los industriales y comerciantes inescrupulosos, convergimos para crear la Asociación para la Defensa de la Calidad de Vida (ASDECAVI), de la cual surgió la revista «Ciencia y pueblo». Nuestra amistad se cimentó cuando conocí a Leda, hija suya y buena amiga mía.
Al morir, escribí un artículo difícil (con el pecho y los dedos trabados, las lágrimas empapando el papel) en el Semanario Universidad, y quizás fue por ello que un año después me pidieron para Esta Semana (efímero pero excelente semanario), que escribiera un artículo comprensivo sobre su obra. Pero, de tan polifacético que fue y de tan profunda huella que dejó en todo cuanto hizo, era imposible resumir sus aportes en un solo artículo, por lo que me cedieron el espacio de todo un «dossier». Recurrí entonces a quienes podrían juzgar mejor sus aportes, y a mi llamado convergieron prestos y nobles José María Gutiérrez, Manuel Formoso, Edgar Roy Ramírez, Daniel Camacho y Adriana Laclé, para rendir tan hermoso tributo a este colosal amigo y maestro.
Hoy, releyendo ese documento, me convenzo de la necesidad de que alguien se aboque a rescatar y publicar su prolífica obra, tanto en el plano científico como en sus intervenciones en la prensa, pues su pluma fue lúcida, valiente e indoblegable, como la de Clorito. Sería una manera de legar a las nuevas generaciones, en un solo texto, sus dispersos pero ricos y profundos aportes. Y, a la vez, sería una forma de retribuir, en memoria suya, lo que él hizo al publicar (con el generoso apoyo de la Editorial Tecnológica de Costa Rica) siete volúmenes con las «Obras completas» de Clorito, a tal costo en su salud que no pudo ver materializado su sueño.