El mito de la democracia, un comodín de la derecha

El mero acto de descalificar a todos aquellos a quienes los poderes fácticos dentro de nuestras sociedades, presuntamente democráticas

El mero acto de descalificar a todos aquellos a quienes los poderes fácticos dentro de nuestras sociedades, presuntamente democráticas, definen como el componente esencial del adversario a ser abatido y eventualmente liquidado, adjetivándolo y desfigurándolo de mil maneras, constituye una parte esencial de un repertorio de prácticas y enunciados políticos de una derecha regional la que, a pesar de lo digan sus voceros mediáticos, no tiene en los hechos vocación democrática alguna, tanto en el ejercicio de lo político, como tampoco en las esferas de lo económico y lo social.

Dentro de estas formas de actuar, las palabras gruñido como las llaman algunos lingüistas europeos cumplen un propósito esencial para desfigurar la realidad e impedir así la materialización de cualquier debate real y efectivo, acerca de lo que ocurre en las sociedades o países de nuestra área continental. Estas palabras, empleadas como adjetivos por lo general y casi nunca en la condición de sustantivos que aludan a una cierta verdad o propósito, por parte de quienes son el objeto de la descalificación que llevan a cabo los verdaderos detentadores del poder político e incluso económico, sirven para excluir a aquellas mayorías o minorías, consideradas malditas por parte de los personeros del régimen imperante.

Las denominaciones o calificativos encerrados en las palabras populismo y comunismo, constituyen el anatema por excelencia para el logro de los propósitos de una derecha, cada vez más temerosa y exasperada por la emergencia de lo popular en nuestras sociedades, esa presencia creciente de nuevos y dinámicos actores sociales que ya no responden a sus juegos de control político tiene que ser frenada a cualquier costo y dentro de la historia reciente de nuestros países encontramos abundantes ejemplos de ello, siendo el caso de Honduras uno de los más reveladores de estas actuaciones cruentas y hasta homicidas de las viejas élites del poder, con tal de alcanzar sus no siempre tan ocultos propósitos de perpetuar la dominación oligárquica, aun a riesgo de enfrentarse después con graves problemas de legitimación.

Cuando el 28 de junio de 2009 los militares hondureños sacaron de su casa, en horas de la madrugada, al entonces presidente constitucional de ese país centroamericano, Manuel Zelaya, para dar inicio a un golpe de estado más en esta parte del mundo, no sólo estaban expresando su poca o ninguna creencia en los procedimientos legítimos de la democracia formal, sino llenando de asombro a muchos gobernantes y políticos latinoamericanos que pensaron que la era de los golpes y asonadas militares había terminado. Ahora sabemos, con toda certeza, que la entonces Secretaria de Estado de los EE.UU., la señora Hillary Clinton, hizo todo cuanto estuvo en sus manos para impedir que la interrupción del mandato democrático de Manuel Zelaya fuera revertida.

Mientras tanto, a lo largo de más de cinco años, la oligarquía hondureña y sus mentores del norte de ese continente al fracasar en sus intentos de dar apariencia de legitimidad a sus actuaciones, han venido ejecutando una masacre –a ratos dosificada- de dirigentes populares, obreros, campesinos, estudiantes y políticos opositores al régimen reaccionario que sigue mandando en ese país, pero también acudiendo al más descarado fraude electoral. Se trata de unas elites enfrentadas a las consecuencias de sus actuaciones, a partir del derrocamiento del gobierno legítimo y a la necesidad de aplastar a un movimiento de resistencia de grandes proporciones que apareció, después de la asonada militar, como una fuerza social y política nunca antes vista en la historia del país. La gravedad de la situación es tal que han venido moviéndose entre los intentos de volver a la población a las viejas prácticas clientelistas o llevar a cabo una masacre al estilo de las dictaduras militares de los países del Cono Sur, durante la década de los setenta.

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