El tema de la democracia en el medio político costarricense no ha sido bien planteado nunca, al menos hasta donde llega nuestra memoria, la que puede resultar efímera y frágil como todo lo humano; todo ello en gran parte por la gran diversidad de intereses que han impedido plantear una discusión esclarecedora sobre el tema, es decir un debate que evite las trampas del anacronismo, del nominalismo o del mero interés coyuntural para que, de una manera digamos que un tanto cautelosa, podamos establecer desde el arranque mismo ¿cuál es en verdad el significado y el significante o significantes de que estamos hablando o simplemente invocando, muchas veces de manera arbitraria? Y, de esa manera, contar con un sólido fundamento para el debate en medio de la inevitable subjetividad que siempre aflora, para saber al menos a qué podemos atenernos cuando usamos ciertos términos, como democracia, socialismo o libre mercado, los que abundan en nuestra habla cotidiana y son empleados con tanta frecuencia como ligereza.
En el subcontinente latinoamericano han operado, de una manera bastante exitosa, los mecanismos de una contrarrevolución preventiva destinada a proteger los intereses, estatus y privilegios de los herederos del orden colonial hispanoportugués, los que se exteriorizan en una visión de mundo y unas prácticas culturales destinadas a ningunear a aquellas poblaciones, descendientes de quienes ocupaban los escalones más bajos del orden social colonial, dentro del que el color de la piel o la procedencia peninsular o americana eran determinantes para saber el lugar que ocuparían en aquella sociedad o reino ultramarino de la Corona Española o Portuguesa.
Es así como los peninsulares ocupaban los lugares más altos de la escala social y los negros bozales, es decir esclavos africanos aún no aculturados, el sitio más bajo y más mal mirado dentro de ese universo en el que el color más oscuro de la piel podría estar asociado, dentro de un cierto discurso teológico-político, con una noción de pecado que acentuaba los rasgos del llamado pecado original.
La democracia, dentro de la construcción discursiva de las elites criollas que construyeron estados nacionales, durante la primera mitad del siglo XIX, estuvo siempre al margen de los intereses y visiones de las mayorías populares mestizas, negras o indígenas; no importa si las vemos como un sistema o como una mera práctica sociopolítica que no pasaba de ser una mera formalidad. Sólo podían votar los propietarios de tierras, los mayores de cierta edad, los que supieran leer y escribir y los que no eran esclavos, en tanto que las mayorías populares e incluso las mujeres eran excluidas de estos procesos.
Fueron las luchas populares de los oprimidos de siempre las que fueron perforando, por así decirlo, ese ordenamiento idílico de las cosas que combinaba las prácticas sociales más brutales con un cierto discurso interesado que situaba a las elites criollas, como portadoras de un orden social así querido por Dios (un Dios sin el acompañamiento de angelitos negros, como le pedía al pintor el vate venezolano Andrés Eloy Blanco, en su poema Píntame angelitos negros, aunque la Virgen sea blanca). Es por ello que las libertades públicas, a diferencia de lo que han expresado algunos marxistas poco estudiosos de este proceso histórico, no son burguesas, ni fueron tampoco una graciosa concesión de los grupos oligárquicos postcoloniales de la región que alguna vez intentaron ser burguesías y hoy se conforman con ser los capataces o recaderos de un orden mundial, donde mandan los banqueros especuladores y unas cuantas empresas transnacionales, propietarias incluso de la mayor parte de los medios de comunicación social. En el orden postcolonial de los criollos, hijos de los colonizadores europeos el pueblo o populacho estaba destinado a la servidumbre y no al ejercicio de unas prácticas sociales, digamos que democráticas.
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