El bullicio era enorme, todos de alguna manera contribuimos, de cualquier manera aquello era parte del espectáculo, una auténtica fiesta de principio a fin.
Pero, no debía ser así, por lo menos no por tanto tiempo, de pronto, en efecto, se presentó aquel señor de gruñona sonrisa, que con una seriedad que espantaba, de pronto levantó su brazo derecho con el índice extendido, y empezó a mirar en derredor: el Teatro estaba lleno, estudiantes de todos los niveles, académicos, culturales y sociales, estábamos unidos en el jolgorio, y, pese a aquel acto, seguimos en este; todavía aquello no empezaba, y eran demasiadas las energías que saltaban por todo sitio.
Además aquel dedo era como el pulular verde del semáforo: ¡corra, aproveche los últimos instantes de esta libertad corporal, antes de que te atrape la otra, la que dicen que es del espíritu! Por supuesto, había gente prudente que ya empezaba a callar y buscar asiento –no se diga que eran los propios profesores, que con ello también eran llamados al orden.
El director de aquella gran orquesta de niños y jóvenes, de adultos, y no solo de los menores, la mayoría de los cuales le debían el favor de haberlos traído a la docencia casi en plena adolescencia, sino también de aquellos otros que peinaban con nosotros sus canas; él había dado el primer timbrazo a nuestra excentricidad…
Y con la mirada puesta en semejante público, aquel señor de grandes guayaberas, que no era alto, pero sí imponente, ante el aumento de euforia, unido a ese apenas inicial silencio que no era más que un rumor –paradójico por demás-, volvía a levantar su brazo, y esta vez con dos dedos, como preanunciando el tercer dedo infernal, aquel que solo en sueños de ultratumba vimos levantarse –a mí me contaron que una vez sí lo elevó, y fue en aquel momento cuando cayó en desgracia un compañero mío: ¡pobre tontico! ¡Ríanse de él!…-. Pero yo, que estuve muchos años allí, nunca vi que llegara a tal acontecimiento, ¡qué va, el temor nos superaba a todos! Ya aquel dedo era suficiente, más aún cuando los que todavía no se habían percatado, de pronto escuchaban los primeros acordes de nuestro himno. Sí, de pronto los dedos del Maestro nos conmovían con aquellas hermosas e inolvidables notas del viejo Haydn:
Vivir, luchar, el arte nos convida,
vamos juntos a triunfar
alegres en la vida…
Todavía hoy muchos volvemos a vivir con los vellos de punta la emoción de ese silencio que don Arnoldo Herrera lograba construir, estableciendo el espacio y el tiempo para que resonaran en nosotros las maravillas que estábamos por presenciar.
Tal vez aquello no lo comprendiéramos en ese momento, pues la comprensión solo se logra mucho después, cuando ya no se tiene presente y solo se vive en la intensidad de nuestra memoria. Ciertamente, es allí donde vuelven los acordes, renacen las palabras y acontece de nuevo la impensada verdad de nuestra vida…
A los hijos del Castella, los que recuerdan, los que viven, los que imaginan, no podemos olvidar que los dedos del Maestro siguen levantándose con la mayor firmeza. Ya es hora de que dejemos nuestros ímpetus de locura y libertad, porque viene lo mejor, aquello se construye en plenitud. Se ha dicho hasta la saciedad que eso es imposible, que aquel hombre es irreemplazable; pero eso no es más que una excusa para no reconocer nuestra irresponsabilidad, nuestros falsos juegos de poder, que irrumpen para no dejar escuchar las notas de la esperanza.
Ya es tiempo de hacer reverberar el silencio, de reconciliarnos con la historia. La verdadera obra de aquel gran señor está para ser representada, ya no en nuestros ocasos, sino en esa eternidad que no es propia a los seres humanos, esa que vive en nuestras instituciones, donde nuestro ser renace cada día, porque no es de unos cuantos elegidos que ya no están, sino de muchos, y muchos que vendrán…