Unas de las principales diferencias entre la práctica común en la empresa privada y la pública, reside en la efectiva aplicación de la limitación al conflicto de interés, el uso de la figura de “dedicación exclusiva”, la valorización del aporte de cada empleado de acuerdo con los planes de la compañía y el nivel de involucramiento del empleado.
En una empresa privada, cuando existe insatisfacción, la acción suele ser drástica y se ejecuta de primera mano; ante la duda razonable se despide o suspende, aunque ello signifique cancelar costes de preaviso, cesantía y otros relevantes, pues se antepone el bienestar de la empresa al riesgo de tener un empleado desleal o de valores éticos y de compromiso dudosos. En la empresa pública, suele suceder que se malentiende el concepto de estabilidad laboral, con el de permisivismo, y para despedir a un empleado, aun hallándose culpable de los hechos, o ser inadecuado para las labores que se esperan de él, aplicar el “debido” proceso hace que no se pueda limpiar la cancha, y se tenga que soportar aun a los empleados más ineficientes y corruptos, bajo pena de tener que reinstalarlos luego de un proceso legal. O bien, en el caso de empleados contratados y en plaza, mantenerlos con sus beneficios aunque sus labores actuales no tengan relación con el puesto del cual los obtuvieron.
Así las cosas, aun los que hemos defendido por muchos años el servicio que el empleado público brinda al país por medio de las instituciones de gobierno, lo menos que esperamos es un sentido de eficiencia administrativa y asignación de responsabilidades operativo, pues de lo contrario muy a nuestro pesar, deberemos considerar seriamente la posibilidad de “depurar” un estado público secuestrado por sindicatos y grupos de interés, que obtienen beneficios exorbitantes, ante los cuales no tienen asomo de eficiencia y productividad que los respalde. No estamos en contra que un empleado gane todo lo que pueda, si ese ingreso va acompañado de una productividad y rendimiento medible y documentable; estamos en contra de sufragar con impuestos esquemas ineficientes de gestión, sin rumbo y sin indicadores de desempeño. No podemos seguir teniendo una infraestructura gubernamental erosionada por pegabanderas y políticos premiados, cuyo atestado relevante es haber sido recomendados por el diputado o dirigente político zonal.
Requerimos una sana competencia del sector público por recursos, basado en criterios de eficiencia en el uso de estos, y justificación de desempeño con indicadores adecuados, que midan el efecto de la gestión administrativa general, y la productividad de los empleados. Obviamente se requiere de capacitación, asignación de capital y reglas claras, entre otros, pero hasta donde conozco, no se ha presentado un plan de acción que involucre a todos los stakeholders o partes interesadas relevantes, que sea consistente y le brinde la oportunidad al empleado público de reinventarse en su trabajo y demostrar nuevamente con hechos su valía.
Para ello, necesitamos un esfuerzo de concertación nacional, que establezca cuáles son los criterios de desempeño que esperamos las partes interesadas, dónde nos encontramos como institución y la manera de cerrar las brechas con un buen plan de navegación. Si el ente en cuestión no puede resistir tal escrutinio, entonces no le encuentro el sentido de seguir manteniéndolo, pues sin empleados involucrados y comprometidos, una gerencia competente y una junta directiva clara, una organización no puede subsistir ni debe permanecer, y los recursos deben asignarse a aquellas que sí quieran mejorar y cumplir su función a cabalidad. Obviamente se debe brindar los recursos e instalaciones adecuados para efectuar sus labores con confianza y a cabalidad, pagados con impuestos por todos los costarricenses.