«Enter the Beast»

Marción, el gnóstico cristiano del siglo II, dividía la cosmogonía cristiana en dos: el Dios Creador y Demiurgo que era Satanás: un dios inferior,

Marción, el gnóstico cristiano del siglo II, dividía la cosmogonía cristiana en dos: el Dios Creador y Demiurgo que era Satanás: un dios inferior, el nuestro; y el Dios Padre, bueno pero mudo e impotente, que mandó a Jesús para enfrentar a aquél y sus leyes. Por ejemplo, el primer asesinato de la Historia -el de Caín a Abel- se dio sólo porque a nuestro Dios no le gustaba el brócoli. ¿Quién puede culpar a Caín, tan fajado, de ponerse celoso de su hermano ganadero y rebelársele al divino carnívoro? O el otro caso de pegarle un susto a un anciano diciéndole que mate a su único hijo: éste casi lo hace y la mala broma inició tres religiones mundiales.

Podemos entender, un poco más cómodamente gracias al hereje de Marción, la existencia del Mal y porqué el Dios Padre manda a su Hijo para salvar un mundo irredimible. A este mal cálculo los católicos le llamamos «misterio» y le dedicamos un viernes al año. Pero sólo así se explica, como dice Émile Cioran, la disyuntiva entre un mundo apestoso, obra de un Dios inferior sin gusto, y una Creación degenerada, obra de un Dios idiota, que sacrifica a su Hijo para enmendar su retardo. Y lo más grosero es, en el último caso, identificar mediante un espíritu santo el destino amargo del Hijo con lo cretino de su Padre: confundirlos en una Trinidad. ¿Cuál de los dos es más bestia? Aquel que reina sobre las bestias o el descerebrado que sacrifica a uno de los suyos por una minucia.

 

 

Pensemos ahora, lejos de Marción, en el pleito callejero -la palabra técnica es «Cruzada»- entre dos Dioses, tarados por el calor del desierto, que mandan a mutilar sus mujeres y volar sus hombres con la promesa, cada uno, de verle en toda su gloria de mongolo. Pues en el Juicio Final o tenemos un Dios con problemas de cálculo u otro que escribe un libro que nos manda a darle sopapos a la doña, por si acaso. Tal Cielo no apunta nada bien. O los santos pagan por pecadores como Jesús o hay una huelga de piernas cruzadas como en Lysistrata. Solo es un cambio de barrio de la tierra al cielo: el mismo drama de lavanderas. Si en el cristianismo nos hubiéramos quedado solo con la figura de Jesús, o en todo caso con la figura del Hijo -sin Padre-, la tendríamos más fácil: estaríamos en el mismo psiquiátrico con los budistas. Pues no hay mejor dicha que la orfandad. Con solo el Hijo, no hay revelaciones de tarado ni profecías de asesino, todos somos iguales: es lo más cercano a la paz.  Pero así, nunca hubiéramos tenido a la Santa Iglesia ni la Santa Inquisición y eso hubiera sido imperdonable.

Entonces, para sobrevivir, el cristianismo y sus primos tuvieron que reconectarse con la tradición monoteísta, sino hubieran sido unas religioncillas entre tantas. Y jamás hubieran tenido la misma suerte del budismo en tierra de fanáticos, es decir, fieles. La fidelidad a ese solo Dios fue nuestra idolatría por excelencia; no había necesidad de agarrarla contra el pobre becerro de oro si era el mismo espíritu el que se expresaba: el de la sana doctrina.  ¿Dónde se manifiesta mejor esta psicosis rabiosa que en la conquista de la tierra prometida: Canaán, América o África? Nuestro genio es de la promesa de Dios como maldición de otros. La promesa de la resurrección señala la noble esperanza humana de ver cumplido el parricidio, sin que la culpa del hijo asesino nos devuelva otra vez al monoteísmo. La verdadera figura de la Resurrección es la del hijo sin padre, de los hermanos huérfanos, como una horda de bastardos bajo un último cielo, claro y despejado. El amor es lo que la fe en esta orfandad futura es capaz.

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