no se trata de un héroe mítico que se extravía en un laberinto y recorre el mundo para
regresar a su patria o asciende a la montaña en busca de la verdad, del fuego, del objeto
del deseo para descender al campo, a la ciudad y cumplir con la profecía esperada.
Se trata de héroes que sean desechables, sustituibles para no herir la memoria.Por eso la trinidad de la sociedad de consumo requiere: fútbol, religión y nacionalismo.
Hobsbawm (2012:507) destaca que a partir de la época de los sesentas, hay un triunfo
universal de la sociedad de consumo que se postraba, no ante los libros sagrados o
textos laicos, sino ante las más sugerentes marcas: “Las imágenes que se convirtieron en
íconos de estas sociedades fueron las de los entretenimientos de masas y del consumo
masivo” (508).
El fútbol es deporte y cultura del espectáculo. Los jugadores se lucen corriendo
tras el balón y los delanteros “alcanzan la gloria” cuando hacen el gol; pero, antes de
iniciar el partido, todos se congregan en círculo para elevar una oración; el delantero
se persigna, el portero se postra de rodillas y abre sus brazos hacia el cielo en un
gesto dramático. El mozote o mozotillo que también hizo el “guaaal”, el “guooool” o
simplemente el gol, levanta los dedos al cielo en reconocimiento del Todopoderoso que
ni se da cuenta porque “anda en el supermercado comprando almas descarriadas”.
Y cuando se trata de dos selecciones, el nacionalismo brota de los intelectuales de
farándula deportiva que hacen recuentos minuciosos de jugadas, fechas; y ahora sí,
se va a demostrar el orgullo nacional con sus guerreros que están dispuestos a todo
y a realizar un sacrificio sobrehumano para doblegar con su artillería al rival. Nadie
está dispuesto a regalar nada. La euforia se multiplica, el orgullo nacional se muestra
ante el “mundo”, las lágrimas asoman a los ojos y los pechos se inflan por el más
sublime e inspirado gozo: “La industria cultural del espectáculo y la diversión tiene
sus propios íconos y símbolos referenciales que alimentan importantes corrientes de
consumo, tanto simbólico como material, imponiendo valores que son compartidos
horizontalmente en todo el mundo por determinados estratos sociales (Cuevas y Mora:
2013:81)
El leitmotiv del espectáculo es un Frankenstein que deslumbra por el ingenio de su
creador: Chécheres inteligentes, cachivaches que dan prestigio a quien los posea. Pero,
¿quién dice que no hay amor, sentimiento, poesía, belleza en el espectáculo? ¿Acaso
no es poética la expresión: “el crepúsculo del partido asciende y la noche se vuelve
pesadilla para el equipo local” y no conmueven las lágrimas del aficionado cuando en
el “último suspiro del partido se anota el gol de la victoria”?
Amén de discursos híbridos, de representaciones culturales que adormecen
conciencias y hacen delirar a más de un transeúnte, el héroe está ahí nomás, es su
vecino, no requiere de máscaras ni disfraces, basta que sea un producto apetecido por
las mayorías de consumidores, el mercado hará el resto y el espectáculo se lucirá con
efectos especiales y las cámaras multiplicarán sus nuevos ídolos: “En la acelerada
demolición de sueños y esperanzas con que se identifica el posmodernismo, la función
utópica que había acompañado con entusiasmo la historia del imaginario individual
y colectivo parece de golpe cancelada y arrojada al “baúl” donde se ofrecen en saldo
ideologías e ideas empobrecidas”. (Aínsa, 2005:168)