• Empecé preguntando cuál es la diferencia entre una persona que se observa en un espejo y su imagen allí reflejada. Sabemos que el reflejo visual parece idéntico, con la excepción de que todo lo “derecho” para la persona se ve como “izquierdo” en el reflejo y viceversa; concordantemente, si el observador ensaya una media sonrisa, examinándola de modo cuidadoso en el reflejo, parecerá una mueca entera. Cabría decir que lo observado en el reflejo es como una “contra-persona” y la mueca es una “contra-sonrisa”.
• Ahora bien, dando un salto de imaginación, para pasar de lo visible a lo invisible del reflejo, cabría preguntar ¿qué ocurre en términos de “pensamiento”, en general, y “conciencia”, en particular? ¿Es posible que el reflejo tenga o envuelva algún “contra-pensamiento” y correspondiente “contra-conciencia”? ¿Cómo, es decir, con base en qué sería posible responder? Francamente no lo sé: pero intuyo que el razonamiento al respecto sería sumamente “convoluto” (del inglés convoluted: enredado, retorcido, enroscado, contorsionado); esto, porque a cualquier concepto, término o sentido le correspondería un contra-concepto, contra-término o contra-sentido.
• Al parecer, los seres humanos, es decir, la especie homo sapiens, no somos capaces de responder a esas preguntas. Sobre ese dilema, el científico Ilya Prigogine (de origen ruso, 1917-2006, uno de los creadores de la teoría de caos y Premio Nobel 1977 en química orgánica) decía que solamente el “demonio de Laplace” y Dios mismo podrían resolverlo. El primero es un ser imaginario suprahumano, con la facultad ficticia de hacer análisis objetivos puros, independientes de las subjetividades humanas.
• Eso implica que todo conocimiento humano, incluyendo la ciencia más rigurosa, es tentativo, transitorio y cuestionable por los seres humanos mismos. El filósofo Willard Quine, a mediados del siglo pasado, lo decía así: “Nada en ciencia es definitivo ni permanente; todo es transitorio y susceptible de cuestionamiento”. Además, hay que recordar lo que Sócrates decía, hace más de dos milenios y medio: “Solo sé que no sé nada”; una afirmación aparentemente exagerada que puede ser demostrada, en matemáticas, con base en las nociones de “infinito” y “límite”.
Y ¿a raíz de qué vienen esas elucubraciones? Me pregunto y le pregunto a Fernando, igual que a todos los autores quienes hemos escrito libros como ESPEJOS (recogiendo observaciones, vivencias y pensamientos a lo largo de los años, que creemos importantes para nosotros y otros), si generamos reflejos que permitan derribar –de modo progresivo e intuitivo- la infinita barrera de comunicación descrita arriba. Si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles son los criterios principales que usamos o deberíamos usar para el efecto? Y, si es negativa, ¿por qué escribimos?