Cuando hoy día leemos una crítica musical, pueden pasar dos cosas con casi absoluta generalidad: que sea una crítica de un disco, o que se compare un concierto con el disco del mismo intérprete: si la calidad técnica es similar o inferior, si la versión es igual, cómo se comunica con el público… Se olvida con frecuencia que el disco es, esencialmente, externo y ajeno a una representación musical como un concierto.
El otro día me encontré en un concierto de aprendices de dirección de orquesta, donde se tocaba algo propio de otros tiempos: uno de los quintetos que J. P. Salomon hizo a partir de las últimas sinfonías de Haydn. La idea de estos arreglos era que la gente que iba a un concierto, o que ni siquiera podía ir, pudiera hacer en casa una versión reducida de la sinfonía con la familia y los amigos. Nos resulta hoy inimaginable un mundo en el que cada representación musical era única. Y cuando decimos única no es que sea diferente sino que, cuando terminaba, venía el silencio. Las adaptaciones caseras como esta, las pianolas, gramolas, carrillones y demás instrumentos mecánicos representaban un intento desesperado de traer una y otra vez, como fuera posible, sonidos escuchados una vez, difícilmente repetibles, a no ser que se pusiera de acuerdo con una orquesta por completo. Cuando en Milán, con motivo de un concierto benéfico del réquiem de Verdi, la orquesta de la Scala cortó una calle en mitad de la noche para dar una serenata sorpresa al compositor, todos los vecinos acudieron curiosos e ilusionados. Hoy en día, tendríamos varios días de noticias de sucesos sobre «gente insolidaria que no respeta el descanso de los vecinos». La música ha pasado de ser un bien escaso y apreciado a convertirse en una plaga. ¡Si hasta en los ascensores ponen música! Por supuesto, en su forma enlatada y muerta.
Pero, ¿qué era la crítica musical en esa época? Los críticos no tenían nada remotamente parecido a un corpus de referencia o novedades discográficas, ni siquiera existía el concepto de «álbum». Precisamente por esta falta de soportes, la crítica era importantísima como la única manera de dejar constancia de una actuación musical. Desde siempre, ha habido comentarios sobre la calidad de la música de este o aquel, pero es en el siglo XIX (por la aparición de las «giras de conciertos», la explotación económica de la música para los burgueses y, sobre todo, por el desarrollo de la prensa) cuando surge la necesidad de la figura del crítico musical. Es importante recordar esto: los críticos musicales de la actualidad aparecen no por propia voluntad (ya que han hecho sus críticas desde siempre en la taberna o el salón, según posibilidades) sino porque hay una publicación que pretende satisfacer los gustos de sus lectores. Estas críticas, a su vez, sí forman un corpus, una biblioteca y, de ahí, el esfuerzo constante desde el siglo XIX por establecer criterios uniformes para poder juzgar las representaciones y las obras. La crítica musical moderna surge, así, con una finalidad eminentemente práctica. Hoy en día sabemos —o creemos saber— qué pasó en el concierto de regreso a París de P. Rode o en el estreno de esta o aquella obra de Beethoven, gracias a los críticos. Claro, quien escribía crónicas sobre lo sucedido en Viena podría tener poca o nula idea de lo que pasaba en Londres y tal vez pensemos que esto fue un éxito y lo otro un desastre, sólo porque dos personas con criterios totalmente diferentes lo dicen. Aun así, estas historias subjetivas y llenas de tópicos estéticos son nuestras únicas «grabaciones» del pasado.
Está la ausencia clamorosa de la música popular: es, precisamente, el disco lo que permitirá la eclosión de muchos géneros «menores» y, por supuesto, a remolque de todos los demás, del interés de los críticos por esta música.