Había una vez un profesor interino…

Había una vez alguien que quiso ser profesor universitario.  Por eso, cuando le propusieron dejar el trabajo que había realizado durante 17 años, dijo

Dedicado a los interinos e interinas que creen en hadas y hados.

Había una vez alguien que quiso ser profesor universitario.  Por eso, cuando le propusieron dejar el trabajo que había realizado durante 17 años, dijo que sÍ. ¡Qué honor! ¡Qué distinción! ¡Cuántas posibilidades de crecimiento personal y profesional! ¡Cuántas oportunidades para aportar a otro nivel! – pensó.

Claro, debe hacer una maestría, no le podemos ayudar económicamente pero le podemos hacer una descarga de tiempo para que pueda dedicarse a estudiar. ¡Bueno, es una inversión!  Consideró el profesor  -un poco de ahorro, un préstamo aquí y otro allá. Bien vale la pena.  El tiempo pasó y aunque la descarga  salió dos semanas antes de concluir la maestría, el esfuerzo personal y familiar había dado su fruto. Ahora la Asamblea de Docentes lo había admitido como profesor invitado. Dos años después obtendría la propiedad, si todo salía bien.

Desde que llegó a la Universidad el tiempo pasaba rápidamente: cursos, comisiones, reuniones, proyectos, giras, informes, evaluaciones, salario al fin de mes, actividades sociales, conocidos que se transformaban en compañeros y compañeras y luego en amigas y amigos. Ideas que se concretaban en acciones, y acciones que forjaban sueños…  La nostalgia aparecía por el trabajo anterior, por los amigos y amigas que había dejado, por los proyectos concluidos y sin concluir que habían quedado atrás… En fin, todo valía la pena –pensaba- el nuevo docente interino universitario.

Un día se inundó el parqueo y la U no se hizo responsable de los daños causados a su carro. Le envío a él y a los demás afectados una amable carta explicando que bla, bla, bla…Pero bueno, aunque un poco molesto  se dijo con resignación: “Es mi Alma Máter, gracias a ella tengo una profesión que me da de comer”.

Para una fecha de pago, este no llegó, ni el mes siguiente, ni los otros dos tampoco. Se agotaron sus ahorros, al igual que las posibilidades de préstamos pues no aparecía como funcionario universitario. La solidaridad económica y el apoyo aparecieron de parte de sus amigos, amigas y familiares. Visitas a funcionarios y funcionarias, trámites, documentos, filas en ventanillas, esperas, esperas, esperas y más esperas… y nada.

La U se transformó en una cosa oscura y etérea. Nadie podía explicar lo que sucedía, no había nadie a quien responsabilizar por lo que estaba pasando. Mientras tanto, cuentas y obligaciones crecían en la misma proporción que disminuía la alacena.

El funcionario pensó en amarrarse con cadenas a un portón, pero creyó que esto sería una forma muy radical de protestar.  No, mejor enviar cartas de protesta ¿pero a quién? ¿a dónde ir? ¿a quién recurrir? Entonces no hizo nada. Se fue para su casa y decidió esperar, esperar y esperar…

Entonces apareció el hada madrina o ¿hado padrino?, y le entregó un cheque con los salarios atrasados, con la orden patronal, recuperó todos los derechos laborales que había perdido y un diploma con un lindo girasol que decía: “Bienvenido Bienvenida a la U”.

 

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