Las imágenes nos golpean y no cesan de aparecer cada vez que encendemos el televisor o nos conectamos a Internet: decenas de miles de muertos y heridos, devastación, fosas comunes, hambre, miseria, desesperación, angustia, frustración, impotencia, y sobre todo dolor, mucho dolor.
Pero además se trata de un dolor que no cesa de repetirse.
Según datos de la Cruz Roja más de veinte mil personas murieron diariamente en los días inmediatos al terremoto por falta de medicinas y de atención médica. ¡Veinte mil por día!, es decir, más de ochocientos por hora, doce por minuto, uno cada cinco segundos. Y la pregunta que retumba en nuestras cabezas es: ¿Por qué?
Probablemente no haya una única respuesta para esta pregunta. “Porque la naturaleza es cruel e implacable”, diría Schopenhauer. “Porque es la voluntad de Dios”, diría un cristiano -o su merecido castigo por haber firmado un pacto con el diablo, como dice cierto predicador fundamentalista-. Pero cualquier respuesta que formulemos se queda irremediablemente corta frente a la descomunal escala del sufrimiento que presenciamos. El horror de lo real nos abruma y nos sobrepasa. Simplemente no hay palabras para describirlo. El silencio se impone.
Este es uno de esos momentos en los que deberíamos de replantearnos el sentido último de nuestras existencias. Un momento en el que nos podemos dar cuenta de la banalidad de muchas de nuestras insignificantes preocupaciones cotidianas. ¿Qué pensar por ejemplo del vergonzoso circo electoral que presenciamos frente a esto? Un candidato que dice abiertamente ser “el menos malo” y otro que ofrece “mano dura contra la delincuencia”… Millones y millones de colones despilfarrados en una absurda campaña electoral mientras decenas de miles mueren en una cercana isla caribeña.
Los haitianos no se merecen lo que están viviendo. Nadie se lo merece. Pero algo deberíamos de aprender de todo esto. Aprender al menos que debemos de sentir compasión frente al dolor (con-pasión: conmoverse ante el dolor ajeno), que debemos de ser humildes frente a lo inexplicable y lo inconmensurable y reconocer nuestra ignorancia. Frente a la arrogancia y el odio que dominan al mundo, la compasión y la humildad son el único camino que nos libera. Ya Buda lo predicó hace más de dos mil años.
Todavía podemos ayudar de muchas formas a disminuir el dolor y al mismo tiempo darle sentido a nuestras existencias. Hagámoslo.