Honra y derrota del arzobispo Romero

La beatificación en el mes de mayo de Óscar Arnulfo Romero hizo que el festejo popular y de masas que la acompañó forzara

La beatificación en el mes de mayo de Óscar Arnulfo Romero hizo que el festejo popular y de masas que la acompañó forzara a que la prensa internacional y costarricense volviera a entregarle páginas y titulares. La mayor parte de ellas entregan la versión “oficial” y “depurada”, institucional, sobre el asesinado. Lo tornan “mártir de la Iglesia”. El papa Francisco, en el documento en que reconoce el martirio de Romero, determina que fue asesinado “por odio a la fe”. Esta fe es obviamente la de la iglesia católica. El Papa no explica por qué, si esto fue así, no se liquida con mayor regularidad a obispos y arzobispos en América Latina. Tal vez se asesinó por su fe cristiana a Romero, pero esta fe no se expresaba de una manera idéntica a la de otros obispos o líderes religiosos católicos, incluyendo al actual Papa Francisco cuando éste era solo el provincial jesuita en Argentina, posición que coincidió con la dictadura militar de Seguridad Nacional y su terror de Estado que incluyó al menos un jesuita asesinado. El ahora Papa ha declarado: “Hice lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba para abogar por las personas secuestradas […] Me moví dentro de mis pocas posibilidades y mi escaso peso”. Si Romero hubiese utilizado este criterio, habría muerto en la cama.

El Delegado Vaticano, Ángelo Amato, afirmó en la liturgia que confirmó a Romero como beato: «Su opción por los pobres no era ideológica, sino evangélica. Su caridad se extendía a los perseguidores», dijo el hombre. La “depuración” de Romero consiste en situarlo por encima del bien y del mal, ausente de toda “contaminación política”, aceptando el martirio porque “ama a todos por igual”. Amato tiene especial conocimiento de que la beatificación de Romero fue saboteada por el Papa Juan Pablo II, que lo consideraba “comunista”, y que se reactivó solo por decisión de un Benedicto XVI, menos hepático y más listo, que determinó que era mejor un Romero tornado inocuo dentro de la Iglesia, que uno que existiera en sus márgenes alentando fervores populares.

La peculiaridad de Romero, que lo hace distinto de todos los restantes prelados católicos, reside, por supuesto, en una decisión ética que, en la situación de explotación y guerra salvadoreñas no pudo sino tornarse política. Romero, en los últimos años de su vida, rechaza la posición ética sobre la violencia (en especial la político-militar) que sostiene la ortodoxia católica. El catolicismo veta toda violencia situándose por encima de ella: no toma partido (con una excepción). Romero, en cambio, juzgó como enteramente ilegítima solo la posición militar gubernamental (oligárquica y sostenida por EUA) en la guerra que desangró El Salvador durante los setentas del siglo pasado. Su represión incluía persecución y ejecución de personalidades y sectores religiosos. Romero repudió sus acciones. Al hacerlo en un contexto de guerra, legitimó la violencia armada del FMLN y de los sectores populares. Tomar partido fue la causa de su asesinato. Romper con la hipocresía clerical institucional católica y con la brutal demencia oligárquica y estadounidense en El Salvador y ser admirado como “San Romero de América” fue su triunfo. Por su manera distinta de vivir la fe cristiana es que los sectores populares lo veneran.

La doctrina católica sobre la violencia, en su sentido restringido de político-militar, puede verse, resumida, en la encíclica “Populorum Progressio”, numerales 30 y 31. Llevan como subtítulos “Tentación de la violencia” y “Revolución”. El primero menciona “injusticias que claman al cielo” y que pueden llevar a la “tentación de la violencia”. El segundo rechaza esta última (la llama “insurrección revolucionaria”), aunque la aprueba en caso de “tiranía prolongada” y de “violación de derechos fundamentales”, como el de propiedad privada. Si se observa, la ‘insurrección revolucionaria’ es legítima contra los comunistas, pero no contra los latifundistas y banqueros. Romero destrozó esta hipocresía. Apoyó la guerra popular contra las “injusticias que claman al cielo”. Por eso es San Romero para los empobrecidos.

En su misma victoria y exaltación está la eventual derrota del mártir. Romero no logró conmover ni a otros obispos ni a su institución. Hoy se le procura cooptar como “mártir” del ejercicio de una fe religiosa institucionalizada, que en América Latina apesta. Esperemos que esta batalla la ganen también los pueblos cuya lucha y martirio logró convertir a Romero al cristianismo. Y si se da derrota, que no dure cien años.

 

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