Costa Rica, sus creadores audiovisuales en pleno San José, niños de Golfito, señores de Peñas Blancas, convictos en la cárcel de Puntarenas, el que barre, los que curan, las dependientes en tiendas, los que escriben artículos de opinión, todos; todos los costarricenses tenemos derecho a ver cine nuestro. A ilusionarnos viendo o haciendo nuestras propias películas. Y si esa ilusión cuesta 6% sobre el valor de un boleto o 1% de la factura del cable, pues son porcientos baratos. Porque hay otras ilusiones que ni siquiera tienen precio, como la de una Costa Rica más justa. Son porcientos baratos a la orden de un pueblo que no puede vivir sólo de política reciclada, de televisión basura o de la cara añeja de los conflictos sociales de siempre. Son cifras financieras que no van únicamente a los bolsillos de las pocas productoras actualmente existentes o a una élite artística e intelectual ajena al pueblo. No, son cifras que irán a un fondo para incentivar la democratización del arte, si bien tan sólo en uno de sus frentes: el cine, el cautivador cine; el arte del siglo XX, como dijo Lenin, y por ahora, diría yo, también el del siglo XXI.
Imagino al Estado apoyando al cine. Apoyando la idea de que no podemos conformarnos con lo que viene de afuera, con el superhéroe de moda o con las historias de amor que sólo saben terminar en besos con puestas de sol. Porque no se puede. Porque alguien debe contar que tuvimos un poeta que aprendió a escribir en hojas de plátano, que cientos de familias llevan de merienda huevos duros al mar, que el himno nacional se escribió entre rejas y con una botella de guaro, que miles de guanacastecos encuentran secos los tubos de agua para que las canchas de golf en los grandes hoteles estén verdes y radiantes. Alguien tiene que retratarnos. Alguien tiene que contar que somos ticos. Con defectos, poladas, maravillas, pollo en el bus y análisis político-coyuntural de taxistas. ¿Y qué mejor manera de contar todo esto que a través del cine? Donde los colores brillan infinitos, donde la oscuridad de la sala de proyección tiene propiedades amnésicas, donde el arte se mueve de un lado a otro a 24 fotogramas por segundo, donde lo inverosímil se acepta sin un parpadeo.
Vicio político justificar cualquier modificación en el ordenamiento jurídico a punta de motivos técnicos, grises y cuadrados. ¿Por qué no en esta ocasión, sin dejar de lado la virtud de la razón, basarnos en motivos poéticos, en una ilusión colectiva, en la magia de las cintas de celuloide, en la creatividad de cientos de artistas del audiovisual costarricenses, en el bien que hace esa creatividad al país?
Imagino una ley de cine para Costa Rica. Y si van a decir algo de mi imaginación, quiero que digan que es hermana gemela de la realidad. De una realidad cierta y pronta.