Una de las ventajas de la televisión actual es ser prueba de acceso universal e incontestable sobre las ‘ventajas’ del libre comercio orientado al lucro. En el chiste clásico, la basura que quizá retiran semanalmente los trabajadores municipales retorna diariamente a casa, solo que más hedionda y degradada, vía la pantalla de una caja que ilusamente alguna vez se llamó ‘boba’, pero que hoy es nítidamente perversa y agresivamente procaz. Sea la programación de los canales locales (uno de ellos «familiar»), sea el cable (en Costa Rica frustrante oligopolio) lo que se ve es o chabacano o estúpido o violento o todos ellos. Una de sus formas más degradadas es la explotación del dolor de las familias humildes que cada vez con más frecuencia ven a sus hijas violadas y asesinadas. Que una madre se descomponga y llore por su niña martirizada y muerta no parece ser noticia, excepto para I. Santos y P. Cisneros y sus ‘nuevos’ periodistas que se complacen en filmar el desconsuelo de una mujer que ignora su derecho a la privacidad y que jamás entendería que esos reporteros no la acompañan en su dolor. Incluso, mientras la madre aúlla, la interpelan: «Díganos, ¿qué sintió cuándo se enteró que su pequeñita fue violada?».
Lo sórdido es que este tipo de cobertura eleva y retiene audiencia. Al telespectador parece gustarle que alguien viole y mate a los hijos de otros, en especial si son rurales y pobres. Cuando se viola y asesina a una niña la sintonía de Don Francisco y de «A Todo Dar» desciende entre cinco y siete puntos y hasta las telenovelas pierden espectadores. Y por favor, no digan que el capitalismo, en especial el que se practica en Estados Unidos, nada tiene que ver con esto y que los seres humanos son por naturaleza morbosos. Si hoy se dejara de asesinar niñas, los telediarios tendrían que contratar sicarios para mantener sus ingresos. Nos han embarcado en una espiral de degradación.
Como en este mundo se mató hace ya rato al espíritu, no se deja a sus falsos representantes morir en paz. El espectáculo perverso e indigno de un anciano sostenido/destruido por fármacos que arrastra su dura agonía en cultos, entrevistas, viajes y, sobre todo, en el teledirigido acto de nombrar cardenales (en una de las muestras más groseramente impiadosa y mezquina de la Curia Vaticana) que elegirán a su sucesor, es aplaudido como vitalidad y prueba efectiva del efecto milagroso de las papayas. Un secretario exaltado exclama, tras ver al moribundo a tres metros: «¡Está perfecto!». Proficuadores de la curia y de los buenos sentimientos de los fieles, recuerden que incluso Jesús debió aceptar la muerte. Conviértanse. Alguna decencia debería quedarles. Dejen agonizar y morir a Juan Pablo II en paz.
A cambio de una muerte dulce para ese anciano gustosamente entrego mi alma a Satanás. Eso sí, siempre y cuando me acompañe al menos un cardenal. Y varios ‘comunicadores’ costarricenses.