Indisolubilidad del tiempo y la esencia humana

Siempre me ha parecido cuestionable la aseveración de que “todo tiempo pasado fue mejor”, porque soy más partidario del presente que del pretérito, ya

Siempre me ha parecido cuestionable la aseveración de que “todo tiempo pasado fue mejor”, porque soy más partidario del presente que del pretérito, ya que el primero proyecta hacia el futuro, hacia la vida, mientras el segundo ancla en lo imposible, en el ayer, en lo absoluto… Y es que la vida es proyección: sucesión de “posibles”, lo variante, lo que “está siendo”… El pasado: es inacción, lo invariable, lo superado, lo que “ya fue” (aunque sigue siendo).

El tiempo: aquello que nos permite ser, es ebullición, cambio, proyección, fugacidad y grito. El pasado: aquello que ya fue o fuimos, es historia, quietud, pozo, espejo y eco. Sin embargo, estos dos estadios del tiempo: Hoy y Ayer (presente–pasado) permiten decantar el uno en el otro y el primero que es acción, activa la “misión” del segundo: la reflexión que emerge de la comparación, sujeta naturalmente “al color del cristal con que se mire” –para parafrasear a Campoamor-. El Hoy es la verdad: la palabra, lo abstracto de lo real, follaje que proyecta la flor del devenir. El Ayer es escritura, escalera, base, fondo, fruto y raíz.

Aquí convergen y se trenzan estos dos “haces” de tiempo, estrechándose hasta el crujido en una acción solidificante. Porque si el presente: la palabra, es abstracta, finita y fugaz, el pasado, la escritura: la materializa, la hace tangible y la inmortaliza. Todo presente se apoya y es una prolongación del pasado. Si se acepta que el presente es follaje y proyección de la flor y del futuro, que es lo cambiante, lo cierto es que el pasado, es su punto de apoyo, su raíz, su fruto y su testimonio. De esta circunstancia lógica se deduce que presente y pasado: dos distintos tiempos de un tiempo, son indisolubles y se sustentan mutuamente pues, el pasado está implícito en el presente y el presente está latente en el pasado.

Sobreviene entonces la paradoja de la indivisibilidad de los tiempos: el “está siendo” (el presente) y el “fue” (el pasado), que de esta suerte “sigue siendo”. Entonces el “Ayer” no es absoluto –entendido como invariable y concreto- puesto que lo abstracto del “Hoy”, en su perenne fugacidad y finitud, lo activa, lo actualiza y lo enriquece. No tiene sentido entonces hablar de pasado y de presente como cosas aisladas, distantes e independientes.

De igual manera el ser humano, que es “una fracción finita de un tiempo infinito” delimitada por el instante en el que se produce la unión del espermatozoide con el óvulo, en la “vía láctea” uterina y el no menos interesante punto donde el beso de la muerte despierta la libélula dorada del alma, que echa a volar hacia los abismos cósmicos, es entonces un compendio de tiempos tan aislados y unidos a su vez, como lo son las gotas de agua que conforman una lluvia torrencial o aguacero. Resulta ilógico, lo cual es lógico, pensar que somos “presente”; cabalgamos sobre el filo del horizonte entre lo que fue y lo que está siendo. Somos un compendio de tiempos “finitos”, dentro del gran reloj del infinito.

En el árbol viejo persiste el árbol joven que, desde adentro, empuja las paredes del duramen provocando la dilatación de los anillos concéntricos, hinchando el fusto que así se expande. Igual sucede con el proceso evolutivo de la humanidad. Se habla de las culturas y civilizaciones pasadas como algo extinto, cerrado y superado. De ellas se recuerdan sus gestas y legados a la sociedad y la vida. La historia está fraccionada por sucesos importantes; no necesariamente buenos o malos pues todo “triunfo” camufla una “derrota”. Pero los que hoy formamos la punta de lanza de ese proceso evolutivo, encarnamos la esencia –la luz y la sombra- de las civilizaciones pasadas, que ha fluido hasta nosotros, heredándonos su bagaje genético, sus lenguas y cultura.

Resumiendo: tuvieron que existir Adán y Eva, Caín y Abel, griegos y egipcios, romanos y renacentistas, para que seamos la sociedad que somos, con todos sus errores, excesos y virtudes. El reloj del tiempo ha venido goteando segundos y minutos, horas y días, meses y años y siglos y milenios, enhebrados por el hilo invisible de lo perenne. “Pasado y presente” se demarcan sólo por la suma de los hechos históricos que se imbrican como los anillos del árbol y las razas humanas. La sociedad moderna está fuertemente ligada con las indómitas civilizaciones del ayer, cuyas voces resuenan por el cañón del tiempo, con sus mismas angustias y alegrías, sus aciertos y desaciertos… quizá por ello el tiempo pareciera retroceder y entre los humanos de hoy aparecen Adanes y Evas, Abeles y Caínes, que dan muestras de tanta grandeza, pero también de tanto barbarismo aterrador.

 

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